Éste era un gato que no tenía los pies de trapo ni los ojos al revés, pero sí era dueño de una cola larga, larga como la esperanza. En sus ojos aún brillaban dos niñas que se morían soñando y en sus rincones viajaba un putrefacto carruaje de hadas en forma de calabaza. Este gato nunca aprendió a leer cuentos a pesar de que Teofilito se empeñara en enseñarle. Su defecto era que el gato vivía las historias como si fueran propias, a veces como protagonista y otras, como personaje secundario.

A decir de Giani Rodari, el micifuz no poseía las dotes de un gran perro, tampoco las de un ave siempre en vuelo, ni siquiera la de ser mascota de un brujo que mueve mil montañas: ésa se la había ganado un cuyo, porque tan sólo se trataba de un gato.

Habría que aclararle a Rodari que el gato dejaba que su felinezca sombra antes de llegar con cualquier niño, fuera a sondear e investigara cuánto queso había en cada madriguera, cuánta trampa en el ratón y cuánta necesidad de historias en el baúl, para después, cada noche, deleitarnos con la representación de los cuentos más asombrosos.

Es cierto, el gato fue compañero de una tal Scherezada, pero lo hacía tan mal, porque él no sabía contar cuentos. Eso sí, era especialista en novelas, pero la corte no las aprobaba por extenuantes y difíciles de seguir; ellos necesitaban cuentos, por lo que fue regalado a otros amos.

Por esas épocas, la sombra gatuna fue enrolada en el ejército de los grandes crepúsculos que corretean a las mininas en el cielo, ¡oh, los grandes corsarios están vivos!, pero ésta no es la historia de una sombra; es la de un minino desubicado. Dicho gato, al ver cómo el niño Teofilito ya no lo acomodaba en sus rodillas ni le contaba cuentos, fue a refugiarse con la abuela, quien en libro abierto le deletreaba amor de un deteriorado tiempo; no obstante, el gusto le duró muy poco al miau, porque ella al fin pasó a mejor vida. No, no se murió: ganó las últimas lagartijas encrucijadas de las poses y brebajes de la brujería y, por estar de conferencia en conferencia y en fiesta de sociedad, difundiendo su conocimiento para aclarar aposentos y las alquimias milenarias, ya no pudo prestar sus rodillas para cargar a su gran amigo.

El minino pronto descubrió que dentro del ojo tuerto de la soledad él era un girasol huérfano. Él, de forma sensible, se dedicó a cultivarlo, a cultivarse y a maullar en todas las dimensiones conocidas y desconocidas. Algunos dicen que desde entonces los gatos suelen ronronearle a la noche con quien sí pueden intercambiar historias porque, cabe decir, después de mucho batallar, la noche fue la única capaz de enseñarle a contar historias.

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Gato II >> Óleo sobre cartón >> Alias Torlonio

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