Por Alberto Curiel
—¿Acaso hacía falta llegar a este borde de nuevo, a esta periferia entre la locura y el desconcierto? —Preguntóse Julio durante el viaje de vuelta a casa, guiándose por distintos caminos alternos a los de la lógica, dando tumbos, tropezando en el aire y arrastrándose inmediatamente por el suelo. Desvariaba un poco aún, su mente oscilaba como queriendo emanciparse de sí misma, al igual que su cuerpo que luchaba por sostenerse en pie y de forma erguida. Recorrió a paso lento el largo trecho entre aquella casa en la que había amanecido semidesnudo, con sus ropas tiradas a un costado, completamente solo, y el transporte público más cercano—.
Más tarde, en el instante mismo de su arribo al metro, rascaba el hueco de su mentón preocupado por la cuota que debía pagar para acceder al servicio, buscó angustiado en los bolsillos del pantalón, después en su camisa y por último en su chaqueta. Nada. Y como un golpe fortuito a la memoria llegó de pronto el recuerdo, la fortuna; aquella chaqueta de cuero escondía dos bolsillos internos, bastante útiles en caso de un robo, y puesto que incluso él pudo haberse hurtado a expensas de la poca cordura que todavía era capaz de mantener la noche anterior, introdujo la mano en el primer bolsillo ubicado bajo su axila izquierda, nada, y escuchando un redoble de tambores dentro de su cabeza, dirigió los dedos al fondo del segundo bolsillo secreto enclavado bajo su axila derecha, para encontrar gloriosamente tres monedas que de alguna utilidad serían. No era lo suficiente para cubrir el precio del boleto del metro, por lo tanto, lastimosamente mendigó a un par de personas que huyeron como despavoridas al avecinarse la presencia de Julio. Decidió probar suerte con la mujer que se hallaba laborando en la taquilla, quien presurosamente consintió obsequiarle el ticket; a Julio, todo esto le pareció muy extraño.
Durmió despierto sentado en uno de los asientos reservados para mujeres embarazadas o bien para personas discapacitadas o de la tercera edad mientras avanzaba de estación en estación; aunque también despierto, se encontraba soñando, intentando diferenciar los lindes de lo onírico y lo real, —¿qué había ocurrido en aquella casa, y cómo había llegado a ella?— la mente de Julio le jugaba trucos sucios, lo atormentaba con intensidad y de pronto lo acariciaba convenciéndole de que nada había ocurrido.
Las personas circundantes le miraban de una manera extremadamente normal, casi con disimulo, —¿qué significaba aquello?— sabían algo de él, le reconocían, lucían alertas y sobresaltados dentro de sus murallas que los facultaban y amparaban para preservar una actitud habitual y corriente, pero él no se veía engañado por ellos, que incluso murmuraban mirando hacia cualquier otro lugar; hablaban de él, estaba seguro; cuanto antes debía escapar de los sitios públicos en donde su identidad era comentada en la palestra, debatida, odiada… Julio mudó de vagón en diversas ocasiones, incluso cambió de tren cinco o seis veces con idéntico desenlace. Los usuarios lucían cada vez más beligerantes frente a los ojos de Julio; evitaban mirarlo, se guarecían apartados de su existencia; por otra parte, él presentía… recapitulaba la noche previa, se miraba sonriendo, violando, asesinando…
Habiendo discurrido un par de horas, escabulléndose de las inspecciones de los transeúntes que permanecían indiferentes, actuando para no enfrentarle, encontrose en casa, dibujado entre las sábanas azules, yacente sobre un nenúfar, atrapado en un cuarto obscuro, sin embargo, opalino ante sus ojos cerrados y dolientes, por propia voluntad. Julio intentaba armar el rompecabezas de su memoria. Oliscó sus manos que despedían un aroma distinto cada vez que las acercaba a sus fosas nasales, de pronto percibía el perfume del sexo de una mujer, después sangre, y también efluvios del mar. Lo mismo ocurría con su boca, su aliento, su saliva detentaba distintas fórmulas que se reproducían sin cesar. Sus manos temblaban y sintió que dolían, —¿habré incurrido en algún pleito callejero, será que soy prófugo de la justicia por un arrebato de ira?— apretaba sus puños, los analizaba, hasta llegó a probarlos con su lengua, degustando en busca de pistas que fortuitamente llegasen a sus papilas gustativas con la esperanza de descifrarlas. Nada.
Evocó los hechos semejantes anteriores a este. El expediente era amplio, la última vez fue arrestado por golpear y arrebatar el arma a un oficial que se hallaba dormitando dentro de su patrulla, pero aquel no era todo el historial que le antecedía. Durante sus lapsus brutus Julio se había orinado alguna vez en la sala de la familia Garcés (familia de su ex novia), fue capaz de acostarse con la hermana de Diego (su ex mejor amigo) mientras él dormía, arrojó una gran piedra que rompió la ventana principal de la casa de Don Hilario (su ex patrón), asaltó a una pobre anciana que recién compraba pan para sus nietos, arrolló al pequeño Tobías (ex vecino) con su automóvil, entre otras eventualidades mucho menos decorosas e indignas de escribirse.
Aquello comenzó como un acontecimiento lúdico, después, sirvió de huida, de reconcilio, y también de refugio y desprendimiento; Julio era un hombre atormentado por el pudor, la baja autoestima y la soledad. Empero, ahora, era un Dr. Jekyll de la vida real. Su fórmula de panacea no fue concebida por él, ni la dosis, ni su Hyde. Pero, —¿qué había de malo en ello?— pensaba —Los hombres viven anhelando ser otros hombres, mucho más fuertes, mucho más altos, más ricos, más listos, más… de lo que fuese. No conozco a ningún individuo que no comparta este razonamiento, los más, se engañan ocultándose bajo la idea de la superación, el crecimiento personal, y aun así el precepto es el mismo. Se identifican externamente con alguien distinto, superior a ellos. El yo extraviado es aquel distinto al mí, una categorización diferente del “Ello, Yo y Súper yo” de Freud, o del “divino no-yo” de Huxley, esta sería más bien el “Yo-no” o “Yo-otro”. ¿Quién no añora vivir en los zapatos de otro? Incluyendo a aquellos que se catalogan como intelectuales, filántropos o amantes de la naturaleza, aquellos que se erigen fuera de cualquier acto codicioso, pagano e inmoral; análogamente, los arquetipos que seguimos, alguna vez desearon ser otros. Es por esto que la equidad entre los hombres es poco menos que una utopía, siendo una imposibilidad absoluta, porque los hombres no desean ser símiles ni de sí mismos—.
El cerebro le punzaba, y la memoria le volvía a ratos. Tenía la verdad a la mano, sobre la cómoda. Estaba a una llamada de descubrirse, de enterarse de las atrocidades que había cometido.
—Debo llamarle —concluyó Julio, tomó el teléfono situado sobre su cómoda para marcar el número de Jaime, a él si lo recordaba claramente, se encontraba ahí, en aquel bar, desde el momento en que había entrado por la puerta corrediza; él debía saber algo; permaneció en la misma mesa con aquella chica hasta el final de sus recuerdos, así es, comenzaba a disiparse la niebla en su sesera. Todo comenzó a las seis de la tarde, cuando aburrido en casa, después de sintonizar la entrevista a Cortázar que transmitió el canal 210, sintiéndose osado y animoso, salió deprisa y recorrió el andador del “beso” que conducía directamente al bar La Balaustrada. Allí se encontraban: Jorge, que se retiró casi en seguida, y Jaime, además de aquella chica que muchas veces dudo en verdad fuera chica. Decidió llamarle, espero seis, siete… nueve tonos, nadie respondió, volvió a llamar, dos, tres… nueve veces más. Nada—.
Su estancia en cama se traducía en neurosis muy extrañas —¿Por qué no respondía Jaime?, debía de haber una razón, ¿peleamos, nos enfadamos, lo dejé en ridículo con aquella chica macho? Jaime nunca ignora mis llamadas a menos que…— Argüía agitado, acompañado por la sensación del sudor frío que acontece al nerviosismo y a la ansiedad. Maquilaba distintas obras teatrales en su imaginación, viéndose malvado e imprudente, el antagonista principal. Descubriendo el falo escondido bajo las faldas de aquella mujer en la taberna, besándola en su trance, —¡La había besado realmente!— corrompido, desorientado durante el lapso en que Jaime partió al baño, y atizando una y otra vez con una botella a su amigo al tris de otearlos a su regreso, riendo, gozando, convertido en homosexual, en asesino prófugo, huyendo de la cantina en ipso facto al escuchar la primera sirena de policía, abstraído en su quimera.
Así fue, corrió a toda prisa por el callejón del beso tomando del brazo a su amante, excitado. Sus agitadas respiraciones parecían sincronizadas, cada paso era dado con suma cautela. Treparon a un árbol y se precipitaron sobre los tejados de las casas de asperón rodeadas de luciérnagas metálicas, desapareciendo, callando las sirenas y encegueciendo las luces azules y rojas. El deseo traspasó las fronteras de Julio, enloqueció de lujuria, mutó, convirtióse en una morsa en celo, no obstante, las calles y avenidas enteras destacaban por la ausencia de vida, de almas en la penumbra. Y ahí estaba ella, como un oso negro que camina sobre la nieve.
Una mujer llamaba a su marido desde un teléfono público, su abrigo no cubría sus blancas y delgadas pantorrillas, su larga cabellera bruna hipnotizó a Julio, que sin pensarlo dos veces acudió a ella para mitigar su concupiscencia. La apresó por la espalda sujetando su cuello con fuerza, —no grites— espetó. Arrebató el abrigo, rasgó su atuendo, rompió sus bragas y la poseyó brutal y copiosamente, al tiempo que la chica hombre se masturbaba; el marido, desde el otro extremo de la línea, lo escuchó todo. Ulteriormente, aquel cómplice travesti lo ocultó en su casa a cambio de su silencio y buen sexo; lo desvistió y tocó con lascivia, pero Julio emergió de la ofuscación momentáneamente; lo miró aterrado, asqueado, —¡Cómo te atreves?— gritó furioso, tomó el cinturón de sus pantalones para golpearle en decenas de ocasiones y, para culminar, lo asfixió con el mismo. Estaba todo claro, seguro guardó el cadáver por ahí, se recostó sobre el piso para descansar y, eso habría sido todo hasta la mañana siguiente. Sí, eso debió ocurrir.
El teléfono comenzó a zumbar, y Julio despertó de su letargo. Dudó un instante, se congeló, y entonces, como un acto reflejo, encaramó la bocina hasta su oído y atendió:
—Ho… Hola.
—¿Julio? ¿Cómo estás?
—¡Jaime! ¡Mierda!
—¿Pero qué…? ¿Estás bien? ¿Te ocurre algo amigo mío? —Julio despegó un poco el auricular de su oreja impávido, desenmascarado, y se limitó a responder lacónicamente:
—No es nada Jaime, no esperaba tu llamada. Ahora, hazme un gran favor. ¿Puedes contarme exactamente lo que sucedió anoche?
—Olvidaste todo de nuevo ¿eh?, verás: Te encontré por la tarde noche en La Balaustrada, bebimos y, no parabas de mencionar que mi amiga parecía hombre, ella se molestó un poco y se marchó en cuanto la hartaste. Luego, cuando cerraron el bar, te llevé a conocer mi nueva casa, sin embargo, así como llegamos, te despojaste de tus ropas y caíste perdidamente dormido en el suelo, creo que eso debe haber dolido. Quise despertarte por la mañana cuando partía al trabajo, pero fue inútil, por lo tanto me retiré dejándote ahí dentro. Eso fue todo Julio.
“Los psicólogos experimentales han comprobado que, si se confina a un hombre en un ambiente restringido, donde no haya luz, ni sonidos, ni olor alguno, y se le introduce en un baño tibio, con sólo una cosa, casi imperceptible, para tocar; la víctima no tardará en ver cosas, oír cosas y tener extrañas sensaciones corporales” (Aldous Huxley: Cielo e infierno).