Querida Samantha:
Trataré de ser lo más concisa y breve al explicarte todo este asunto; en verdad te lo debo, no solo por los montones de apoyo que me has brindado durante el discurrir de toda esta desilusión, sino también por todo lo que siento hacia ti. Tú has sido un rayo de luz tibia y meridiana en medio de este tinieblar, tú has sido una dulce ánfora que contuvo mi sed.
Después de que leas esto tal vez pienses que estoy desecha, pero quiero aclararte que no es así, simplemente estoy demasiado cansada y eso sí, muy molesta; solo tú sabes todo el espíritu que derroché en este proyecto y, ¿todo para qué? En fin, ya da igual.
Todo el asunto comenzó cuando, como bien sabes, escogí una obra de Pimentel Pernaalegre, Cartografía de un ensueño, como el corpus de mi tesis. Estaba tan fascinada con ese hombre, con su talento, con la belleza de su obra, con su estilo tan propositivo, futurista y revolucionario, que no vacilé ni un instante en pensar que mi tesis sería igual de magnífica y revolucionaria que la lírica de Pimentel.
Desperdicié más de dieciséis meses de mi vida en arduo y desolador empeño; construí un marco teórico que me costó millones de neuronas; desarrollé un marco histórico bellísimo donde armé una biografía tremenda e inédita sobre el mentado señor Pernaalegre; me leí sus dos novelas, sus doscientos ocho poemas, sus más de cuarenta y ocho ensayos críticos, sus libros de cuento, todos los artículos, todas las tesis, reseñas, entrevistas, semblanzas y críticas sobre la obra de don Pimentel, un libro de seiscientas trece páginas sobre la Teoría de la Recepción en la Poética Futurista, dos volúmenes de Joan Hartmann sobre La Literatura Comparada, un estudio monográfico sobre la mentada Literatura Fractálica escrito en portugués y no sé cuanta mierda más, con el fin de argumentar, sustentar y construir mi fabulosa tesis sobre la obra de este señor.
¿Cuántas horas en vela pasé? ¿Cuántas tazas de café bien cargado me bebí? ¿Cuántos ataques de nervios sufrí? ¿Cuántas peleas con mi madre libré? ¿Cuántas dioptrías de mis anteojos incrementé? ¿Cuántas uñas me comí? ¿Cuántas veces renuncié? ¿Cuántas otras reintenté? ¿Cuántas cuartillas escribí? ¿Cuánto dinero me gasté? ¿Cuántas veces lloré? ¿Cuántas veces me emocioné? ¿Cuántas veces creí? ¿Cuántas más me desengañé? ¿Qué tan cerca del límite de la locura estuve?
No lo sé, querida, son cosas que una ya ni cuenta; cosas que se consideran inherentes al esfuerzo de titularse, de terminar una carrera, de volverse licenciada…; son cosas en las que una no repara nunca porque existe un pacto interno que te aduce que todo eso, cada cosa, vale la pena y se te recompensará.
Fue tan difícil y, sin embargo, me sentía tan feliz; me llenaba de satisfacción haber sobrevivido a una prueba tan compleja, y no fue sino hasta que ya tuve la tesis registrada cuando todo comenzó a desmoronarse.
Ya conocía los rumores sobre los presuntos plagios de Pimentel, los escuché de mis compañeros y amigos, los leí en algunos blogs, pero siempre les resté importancia, no había nada comprobado, simplemente los consideré una serie de vendettas insolentes por algún asunto de celos profesionales; además, yo en mi tesis, con todo mi trabajo e investigación podía con facilidad rebatir cualquiera de esas acusaciones.
Sin embargo, las cosas fueron yendo de mal en peor, y mis angustias crecieron proporcionalmente a las acusaciones. Pero no podía detenerme, de mi tesis dependía no solo mi titulación, sino también mi prestigio como investigadora y mi seriedad como profesional de la literatura. Además, mi tesis era buena, muy buena, admito que era genial; mi asesor estaba igualmente entusiasmado, me garantizaba que con ella obtendría mención honorífica y probablemente hasta recomendación para publicación… Yo sentía como si fuera capaz de ganarme el Premio Nobel de Tesis Profesional, si existiera, con tan escrupuloso trabajo.
La semana pasada, los acusadores de Pernaalegre lograron documentar los plagios; cuando lo vi en el noticiero sentía que el piso desaparecía bajo mis plantas, no pude hacer otra cosa más que correr al baño a vomitar entre espasmos de llanto y carcajadas enloquecidas.
Me tomó dos noches y dos días enteros de profunda contemplación, sin sueño ni hambre, decidir que tomaría las cosas con tranquilidad. Mi tesis seguía siendo buena y aún tenía elementos para demostrar el genio y la proactividad de Don Pimentel Pernaalegre.
Junté todas mis fuerzas para confrontar el final tan accidentado de mi investigación, no tenía alternativa, no podía echar por la ventana todo mi trabajo y comenzar uno nuevo, no podía emplear otros dieciséis meses de mi vida ni echar mano de otros tantos millones de neuronas para hacer otra tesis. Seguir de frente era la única opción.
Mi asesor se reunió con los sinodales y con algunos catedráticos y coordinadores para deliberar mi caso y ratificar o revocar el registro de mi tesis ante las circunstancias tan escandalosas que envolvían mi situación.
Te juro que me volví loca, consumí todas las drogas posibles para aletargarme y matar la angustia horrible que crecía en mi interior, pero ninguna fue tan poderosa para rescatarme de mi depresión.
Mi examen profesional tendría verificativo el martes de la semana entrante; ya tenía todo impreso, aprobado, validado, entregado, firmado y aceptado…, pero…
Ayer, compré el periódico y leí una declaración de Pimentel Pernaalegre sobre la penosa situación; al verlo, de inmediato me dio por pensar que en esas columnas leería una explicación que aclararía y arreglaría como Deux ex machina todo este lío de pesadilla, pero resultó ser todo lo contrario. En el artículo se consignaba que don Pimentel había decidido separarse de la Dirección General del Ministerio de Cultura y Difusión de las Artes ante las comprobadas acusaciones en su contra y, terriblemente, más adelante admitía que sus plagios eran cosa cierta y remataba con una frase atroz que se me estrelló en el alma ya de por sí quebrada en dos: “uno tiene que recurrir a ciertas cosas de las que uno nunca se sentirá orgulloso, para lograr aparentar que ha hecho otras cosas de las que siempre se sentirá orgulloso. Es muy fácil defenestrarme, lo sé, aquellos que lo hacen nunca entenderán la terrible presión de ser un escritor; a veces uno tiene la obligación de publicar y simplemente no se tiene el tiempo, o la disposición, o la imaginación para crear algo; es cuando uno se ve obligado en contra de la propia voluntad a reciclar algo aunque no sea de autoría propia. Es imposible escribir tanto y tan bueno sin basarse en otra cosa y eso es lo que muchos llaman plagiar. Lo admito: muchas de mis ideas expuestas, no son mías en realidad. Ese es mi error”.
Apenas terminé de leer esa sentencia de muerte cuando el repicar del teléfono fustigó mi corazón ya de por sí atribulado. Era mi asesor, decía tenerme buenas noticias; me dijo que los sinodales había ratificado mi registro de tesis y que la fecha de mi examen seguía en pie, se hizo un silencio esperando una respuesta mía. Todo esto era una burla horrible, mantuve el silencio, lloré y colgué de inmediato.
¿Qué se supone que deba hacer? ¿Presentarme a mi examen para ser blanco del morbo y la burla colectiva?, o, en el mejor de los casos, ¿para ser aprobada por empatía o lástima? ¡Yo no puedo hacer eso, Samantha! ¡Me esforcé demasiado y quería, necesitaba, ser reconocida por ello! ¿Qué tesis se supone que voy a defender? ¿Qué voy a decir? ¿Qué el imbécil ese de Pimentel Pernaalegre es un revolucionario de la literatura, pero únicamente para plagiarla? ¿Qué es un visionario y futurista ladrón? ¿Qué sus métodos solo resultan ser propositivos para robar el trabajo de otros? ¿Qué las declaraciones que ha hecho son producto de la demencia de su senilidad? ¿Qué el único fractal en su poesía es robo, robo, robo y robo?
Si tan solo se hubiera callado, si no hubiera abierto su asquerosa bocota, si tan solo me hubiera apresurado un poco más a terminar mi tesis, hoy estaría triste tal vez, pero exenta de todo este predicamento.
Perdóname, Sam, pero no puedo, y más tristeza me da el pensar que mi tesis lleva una dedicatoria para ti. ¡Qué horror! No puedo, estoy cansada, ¡me voy!
Espero que comprendas mi explicación. Gracias otra vez por todas tus atenciones, no tengo cómo pagarte tanto amor. Lo siento.
P.D.: No se culpe a nadie de mi muerte y todas esas patrañas que se acostumbran poner en estos menesteres.
Te extrañaré. Mil besos.
Semper tua,
Bianca (Chiquitita).
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Díptico (fragmento derecho) >> Carine Brancowitz.
César Abraham Vega Guerra nació en la Ciudad de México el 30 de abril de 1981. Narrador, crítico, promotor cultural y traductor. Cursa la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México. Tiene estudios formales de Informática e idiomas. Algunos de sus textos han sido publicados en diferentes medios impresos y electrónicos. Actualmente se desempeña como webmaster y editor en Sombra del Aire.
1 comentario
Muy buen cuento… Por un momento pensé que era real jaja… Felicitaciones