LA PARADOJA DEL LUDÓPATA

por Gordiano Tauro

El mundo está hecho de opciones, y yo tuve pocas por elegir. En esa cadena que se sucede después de la toma de una  decisión, he equivocado muchas veces el rumbo, siguiendo una línea discontinua que, aunque tuerza, gire, suba o baje, nunca vuelve atrás. Se elige bien o mal, se gana o se pierde, se disfruta o se paga. Lo cierto es que después de sentir la suerte cargada a la izquierda, ya estaba harto de tanto perder. Meditaba justo en ello, sobre la alfombra a la entrada de un casino del que fui echado. Fue uno de esos momentos que llaman de epifanía. Sentí que aquello lo había vivido con antelación, lo que comúnmente llaman un déjà vu. Yendo más allá de ello, atreviéndome como en el juego mismo, pensé en la posibilidad de que todo estuviera escrito, como algunos piensan, y que si así fuera, necesitaba leer, antes que todos, lo que vendría, para apostar a lo seguro; lo cual me fijaría al lado opuesto de mi destino, en la fila de los ganadores.

Cuando aún estaba tendido sobre el suelo, con la alfombra invadiendo su olor en mis narices, Simón se acercó a mí y tendió su mano para que me levantara. Simón es como un perro callejero, un elegido de la fortuna, para apostarlo todo al juego mismo. Tuvo la mala suerte de ser supersticioso, y conserva en su mano izquierda, pulseras de diferentes tipos que le recuerdan apuestas pasadas, amuletos fechados con el día, hora y el suceso, que dan desde la parte alta de su brazo, hasta la muñeca. “Toma mi mano”, dijo el bicho raro, “vámonos antes de perder también la dignidad; te invito un café”, agregó. Yo andaba en ceros en ese momento, sin una ficha de valor, así que acepté la invitación de su parte. “¿Cómo esperas que te hable el futuro, si en tu presente no has iniciado un diálogo con tu pasado?”, me dijo después de escuchar mi disparatada idea de leer el futuro para bien apostar. El idiota tenía razón, vi sus pulseras que giraban al compás en que batía el azúcar en su café. Entendí que ese era su diálogo con el pasado, me llevaba ventaja en la construcción del puente de comunicación con uno mismo.

Estuvimos hablando al respecto. Nunca aceptó que él tenía un método parecido al mío. Su cara, contrario a la mía, era de una serenidad envidiable. Había aprendido, creo yo, que su destino era perder, y se había resignado. Me llevaba más de veinte años de ventaja. Consentí nunca verme como ese pordiosero, aunque con eso perdiera la serenidad en mi semblante. “No”, dijo Simón, negando también con la cabeza, “yo ya le he dado la vuelta a esto, las cosas se repiten y estoy en el punto en que he aprendido cómo es que el juego funciona. Mi método es el de las probabilidades que se emulan y se repiten”, aseguró. El mundo es tan grande, que para que todo funcione, reutilizan los patrones en todo y en todos. Luego desvió la vista a la ventana, y miró una parvada de pájaros que surcaban el cielo. Observó detenidamente la uve doble invertida que formaban para ayudarse en la inercia del vuelo, luego, el pájaro al mando se separó de la punta para dar al final y que otro supliera su lugar. Simón volvió su vista hacia mí con seguridad y dijo: “Hoy gana el Caballo Dorado de la cuadra de los Olmos, acompáñame, estamos a tiempo de llegar a la quinta”.

No tenía nada que perder, así que acompañé al viejo loco al hipódromo. Llegamos justo a tiempo para la quinta carrera, la más importante del día. En mis probabilidades más bajas estaba el Akhal-Teke, de Pedro Olmos, sobre todo porque su jinete era un tal Antonio Santamaría, un yóquey desconocido que sobrepasaba la altura máxima de los profesionales. Los momios estaban en su contra y, aun así, Simón decía que ése era el ganador. “Bien”, me dijo, mirándome a los ojos, para que tomara nota de sus instrucciones, “yo ya estoy del otro lado, del lado de los gurús de las apuestas, así que por orden de permanecer con éste don, debo practicar la humildad, lo que me obliga a no apostar a mi favor”, agregó el viejo granuja sonriéndome, “pero nada impide que tú lo hagas por mí”. Sustrajo una cantidad importante de dinero y me pidió que fuera a todo con el caballo de los Olmos. Al llegar a caja, a pesar de no poner en riesgo mi dinero, mi nerviosismo de apostador hacía que mis manos temblaran. La chica de la caja me pidió que repitiera el nombre del caballo, como dándome una segunda oportunidad de cambiar de opinión, pero no lo hice.

El Caballo Dorado de Pedro Olmos ganó por mucho. Cuando llegué al bar, Simón estaba con la cabeza baja y los oídos tapados, dándole la espalda a la carrera de las pantallas. Levantó la vista al sentirme. Yo le sonreí tendiéndole el boleto ganador, y dio un grito largo y agudo que erizó mi piel. “¡Creo que por fin lo tengo!”, exclamó tomándome de los hombros, y yo sentí alegría por el buen hombre. Cuando exigí mi parte por la asistencia brindada, Simón me dijo que el aprendizaje no se paga, que debía entenderlo. Sentí enojo, pero a la vez guardé compostura, recordando que era él quien escuchaba los designios de la buena fortuna y yo quería aprender el método. “Necesito comprobar la veracidad de esto”, le dije, “ayúdame a ganar a mí también”, exigí. “Regresemos mañana”, dijo Simón, “hoy no necesitamos comprobar nada”. Luego cedió a la súplica de mis ojos y bajó los hombros. “Éste es el problema de la modernidad”, musitó agregando: “todo lo exigen por la vía rápida; no saben esperar”. “El método me ha exigido paciencia, aprenderlo me ha llevado años”, agregó. Luego se dirigió a un ventanal que daba al estacionamiento y fijó su mirada en el tránsito de los carros en un boulevard cercano.

“¿Qué vas a apostar?”, peguntó, “dijiste que no traías efectivo”. “Hazme un préstamo por mi auto, el Diablo Azul, te lo dejo en garantía”, solicité. Los ojos de Simón se tornaron de extrañeza, me conocía como yo a él. Sabía que el Diablo Azul formaba parte de mi personalidad, y mi propuesta le parecía imposible. “¿Estás seguro de ello?”, preguntó. Respondí afirmando con un movimiento de cabeza. Después, volvió la vista al boulevard, buscando la probabilidad de las cosas que se emulan y repiten. La encontró en dos carros que intentaban ganar el paso el uno al otro. “Mira ese patrón”, dijo señalándolos, “son los caballos Rufián y Sebastián Rojo”, agregó, “tenemos tiempo para apostar en simulcast”. El carro de color rojo ganó distancia entre los carros, dejando a su adversario atrás. Sustrajo dos fajos de billetes, la mitad era mi parte. Me pidió que jugara a Sebastián Rojo. Llegué al punto de venta y aposté la mitad a la Caja Exacta de Sebastián Rojo en primero y a Rufián en segundo para mí, y la mitad restante para Rufián en primer lugar y Sebastián Rojo en segundo, para la apuesta de Simón.

Esta vez, Simón permanecía atento a los monitores. Llegué antes de iniciada la carrera y tendí el boleto al viejo ludópata. Lo observó con detenimiento y dijo entre dientes algo así como que “no había aprendido la lección”. Pensé que se refería a que no debía de confiar en los otros para cobrar sus apuestas. Mi lección era honesta, si quería sacar partido de su don, nos necesitábamos mutuamente. Era mi cobro por no haber recibido el pago de mi primer servicio. La carrera comenzó efusiva. Levanté mi boleto observando bien a mis elegidos. Sebastián Rojo ganaba terreno entre los caballos y Rufián lo seguía de cerca. Por primera vez, el suelo era estable, me sentí en el lado correcto de la balanza. En un arranque inesperado, Rufián alcanzó a Sebastián Rojo, se fueron a la  par hasta cruzar la meta. Permanecí congelado, sosteniendo el boleto en mis manos, hasta que presentaron la fotografía final; Rufián había ganado por una nariz. Esta vez, Sebastián no festejó el triunfo. “Tienes que aprender a doblegarte”, dijo y se quitó una de sus pulseras viejas, que enunciaba a Rufián ganando sobre Sebastián Rojo, y la puso en mi muñeca izquierda. En el estacionamiento del hipódromo, me despedí por última vez del Diablo Azul. Simón se veía bien montándolo, hasta parecía ser yo mismo, venido del futuro, el muy rufián.

***

IMAGEN

Estudio del insomnio >> Guido Mauas

TE PUEDE INTERESAR

Dejar un comentario