Quisiera iniciar con la frase “había una vez una fábrica de chocolate”, pero el uso de estas palabras remitirían a un posible cuento de niños, y este relato, les aseguro, no tiene que ver con cosas de niños. Me llaman el Fundidor de Chocolate, fui requerido para permanecer procaz a un trabajo que precisa ser ciego sordo y mudo; incólume a los excesos y negado del juicio. Soy visto como el verdugo necesario que con espíritu salvaje hace valer la justicia. En mi caso, el de hacer valer los placeres, el abogado del diablo que conserva la receta secreta para que un buen chocolate surja para los que gusten de experimentar su glorioso sabor, el que induce al cuerpo y a la carne, produciendo un placer que excita hasta al cerebro.
Sean bienvenidos, entonces, a esta fiesta demencial. Todo lo que en la casa de chocolate se hace, se hace desde la subrepción, para no exponer la fórmula de un antiquísimo método de fabricar el mejor chocolate del mundo. En la entrada un anuncio limita el ingreso a menores de dieciocho años, ya que al interior se sabe de una alberca sicalíptica, fabricada con el mejor y más peligroso de los chocolates. Aquí se respetan las reglas de edad, comprobamos que sea debidamente cumplida para cada vicio, ya que se sabe una fábrica de lujuria, pero no de depravación. La entrada da a un pasillo largo donde cuelgan candiles que con luz tenue ayudan a encubrir la culpa de no ser vistos en la luz “verdadera”; la luz de ver un humano, con deseos humanos.
Desde que cae la noche, calientan los hornos. Fuera de la fábrica, un foco rojo indica que está en funciones. Al interior inicia el desfile. La banda transportadora gira a lo largo y ancho, con su engranaje funcional, trayendo doncellas de cherry blosom, hadas del deseo, corazones insuflados de sexo; placer que satisface cualquier gusto, cualquier boca. ¿Qué loco idearía una fábrica así? Lo cierto es que cualquiera, en su insano juicio, quisiera formar parte de esta postal y es posible; cada quien desde su trinchera de apetito por saciar. Quizá no para los tímidos, que no saben cómo ser parte del plan, ya que tienen negado el arrojo, aunque se supone que, en su apetito solitario, buscan métodos de disfrutar también de las delicias del chocolate.
Los hornos exhalan su calor y la banda no deja de llevar la cosa prohibida a cada casilla donde departen los invitados al gozo. Algunos, aún vestidos de obreros, llevan su horario fijo para el deleite y deben llegar primero y salir primero. Se ven también los escribas, que dialogan sus versos a oídos de la diosa Nínfula, bañada en chocolate, la que se excita con el más mínimo susurro. “Come chocolate. niña, come chocolate, mira que la metafísica está hecha de confitería”, dice Fernando Caeiros, y los que no entienden, no experimentan el pudor en sus letras. En lugar de guerra una orgía, se escucha el grito de un libertador; aquí todos caben. Anda sí, dame un beso con sabor a chocolate, se escucha en una de las tantas casillas del deseo. Al interior se puede ver, debido a una tela delgada, digna de los que gustan a ser exhibidos, a un ignoto metiendo su lengua en una hendidura de chocolate, que derrama líquido de placer.
No puedo dar nombre a los presuntos implicados, pero piensa en cualquier oficio y nómbrame al más limpio y de renombre y te aseguro que ha pisado en alguna ocasión esta fábrica. La labor peligrosa incita la lujuria, ya que todos fuimos inducidos al sexo, aunque después de saciados pensemos en el escarnio y el autocastigo. Aquí no hay sodomitas, sino mal informados sobre el chocolate, su sabor y la sensación que exalta. Al chocolate lo confitamos de tabúes, de pudor y nos vestimos con ropa, para salir a la calle, ocultando su existencia, aun cuando seamos complacidos en su punto G del gusto.
Hasta esa salida nos arroja la banda transportadora, a la puerta que da al exterior, donde encogidos de brazos, con la cabeza baja, salen los satisfechos y vuelven a la normalidad donde se niegan los bajos instintos. Después de solitaria la fábrica, reúno yo a mis trabajadoras: mariposas del placer, hadas del deseo, musas de satisfacción; nos arrojamos a la alberca de chocolate, desnudos, para depurar nuestros cuerpos. Algunas cansadas, algunas aún insatisfechas, las que quieran quedarse, sin ser obligadas, para ellas hay una paga extra donde yo, el Fundidor de Chocolate, daré gusto a sus más altos instintos, ya que preciso que también ellas queden complacidas.
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