Por Iván Dompablo
Es cierto, no se levantó temprano para el encuentro, hacía años que por más que en las noches se dijera: “mañana sí comenzaré mi día al amanecer”, le era imposible levantarse al escuchar el despertador, en vez de eso estiraba el brazo y callaba la alarma. Pero cuando por fin abrió los parpados contempló con una sonrisa las pelusas danzantes junto a sus pies bajo la luz del sol. “Será un día maravilloso”, pensó mientras giraba la llave de la regadera y las primeras gotas de agua fresca mojaban parte de sus hombros y la espalda, provocando que la piel se erizara. Llevaba años siguiendo la misma rutina, sin embargo, está era una ocasión especial y no sólo porque fuera su día de recreo, sino porque algo en el fondo de su ser le indicaba que esta vez la encontraría.
Dieciocho años habían transcurrido desde que la conociera y 16 desde la última vez que se vieron. Ahora, a sus 36 años, estaba seguro de que no podría olvidarla. Tenía que cerrar el ciclo. Por eso durante los seis meses anteriores se impuso la tarea de encontrarla. Su método era poco fiable y consistía en vagar por las calles la mayor parte del día libre en su búsqueda. Así, iba por todos los rincones posibles de la ciudad donde presentía pudiera ocurrir el improbable encuentro. Primero comenzó por ir a la que alguna vez fuera la casa de Aurora. Pasó tantas horas observando desde el otro lado de la acera la reja negra de la vivienda que terminó por llamar la atención de un policía bancario: —¿Se le ofrece algo, señor?—, había sido la pregunta del uniformado que en realidad era una invitación a retirarse del lugar. —Esperaba a una persona—, dijo involuntariamente, mientras rememoraba el día en que ella apareciera por la esquina de la calle, donde ahora había una nueva tienda de conveniencia, con el uniforme verde, su cúmulo de huesos adolescentes apenas cubiertos por una fina piel blanca que se llenaba de pecas junto a la nariz, y sus ojos de mar inolvidables.
La búsqueda había comenzado por casualidad una tarde cuando a lo lejos vio la espalda y el cabello rizado de una mujer que creyó sería ella, sin embargo, su perplejidad inicial aquella ocasión le había robado los segundos necesarios para alcanzarla antes de que abordara el taxi, inoportunamente diligente, que se la llevara. Además, la mujer que había visto era como él esperaba encontrarla, es decir, como si el tiempo no hubiera transcurrido. En esos largos años era muy probable que ella hubiese cambiado radicalmente, lo sabía por la experiencia de mirar las fotografías recientes de sus antiguos compañeros de universidad y compararlas con el recuerdo de quienes eran entonces, y también por la aparición de las recientes arrugas en el rostro que lo miraba frente al espejo.
Mientras Diego bebía con toda calma la infaltable taza de café de las mañanas, rememoraba la serie de acontecimientos que los había separado. ¿Para siempre? Ella era una niña y él un adulto. “¡Un adulto!”, la sonrisa del hombre de 36 años se burlaba del de 18, “también eras un niño, Diego”, pensó y recordó el temor con que introducía la tarjeta telefónica de 20 pesos, que iba juntando con devoción a lo largo de casi dos semanas para poder hablar unos cuantos minutos con Aurora. Del otro lado de la línea la voz malhumorada de algún hombre contestaba la llamada: —Déjame ver si está—, y por unos instantes, que se le figuraban eternos, un pesado silencio lo devolvía a la realidad donde miraba alrededor por si alguna otra persona necesitaba ocupar el teléfono público.
—Te tengo una mala noticia, nos vamos a mudar de casa—, le había dicho una tarde Aurora y era lo único que recordaba de la última plática con ella. Después hubo muchos intentos, siempre fallidos, por volver a hablar con ella. Finalmente, había conocido a alguien más en la facultad donde estudiaba y se había vuelto a enamorar. Sin embargo, de vez en vez Aurora regresaba en sus sueños.
El día transcurrió igual a otros tantos, cientos de rostros iban y venían por todos lados y conforme el tiempo avanzaba su ánimo decrecía. Cansado decidió comer en una fondita ubicada frente a la plaza central de la ciudad, había varias par escoger, todas invariablemente se situaban en la parte alta de los viejos edificios invadidos por miles de comercios. Desde allí Diego contempló las mareas de gente que se esparcía mientras el sol anaranjaba la tarde. El postre prometido tardaba una eternidad en llegar y sólo lo esperó porque no se resignaba a volver tan pronto a encerrarse en su casa. Cuando por fin le trajeron el vasito con la gelatina de limón, pidió la cuenta y apartó las monedas de la propina.
Abajo, la noche por llegar prometía ser fresca, una ráfaga de aire le devolvió la esperanza en la vida, “debo dejar esta tontería”, pensó mientras cruzaba la avenida que separaba los comercios de la plaza, pero dudó un instante al mirar del otro lado a una mujer que llevaba a una niña de la mano. ¿Era ella?, se había preguntado… La pregunta quedó abierta. —No mires—, le dijo la madre a la niña de dulces ojos azules, que había contemplado a detalle el accidente y que años más tarde, al recordarlo, se seguiría preguntando ¿por qué el hombre sorpresivamente se había detenido en medio de la avenida?