… y no me llevará.
La conversación no tiene ningún destino, porque está hecho; su viaje será en algún momento en que decida. Nada se puede hacer ante sus decisiones, porque como bien dice, el viaje es muy costoso, no cualquiera puede pagarlo.
El boleto tiene un costo racional con el paso del tiempo y la vida. Hay que dejar enseñanzas y buenos consejos. Esto no se logra en tan sólo minutos de estancia, es un curso propedéutico completo.
La maleta contiene libros, fotografías y sólo algo de ropa. No me permite hurgar en ellos, una parte se quedará conmigo.
Un trueno repliega todos mis pensamientos. La lluvia desciende en portentosas gotas y el estruendo es enorme. El agua acumulada en una taza de porcelana está hirviendo. La imagen presenta una situación hilarante; el agua en la taza está tan caliente que preparar café y beberlo le es imposible a mi boca, tampoco puedo salir a la fría lluvia para recibir su frío abrazo. Me quedo entonces encerrado en mi habitación pensando en los ayeres.
Una repisa llena de fotografías de quienes han decidido hacer largos viajes hacia desconocidos destinos, dejando su estela vital en un pedazo de papel brillante, lo suficientemente lleno de vida para que la memoria tenga una proyección para volver ahí, tan solo por segundos.
Quería llamar a mi abuela, mas recordé que ya no puede contestar las llamadas, ha tomado su decisión. Me preparo el café, mientras disuelvo el elemento mágico de la amargura y la dulzura, lo cual dará como resultado un sabor que reconfortará los momentos más tristes de la tarde, avivando un tanto más el sentimiento de recuerdo.
Un viejo librero sostiene una cantidad considerable de libros. En la parte de arriba, aquellos que han pasado entre manos de muchos, libros rescatados de bibliotecas ahora inexistentes. Uno, específicamente, me remonta al recuerdo de cuando comenzó esta travesía, que ahora usted, querido lector, ha podido leer a través de mi tiempo.
Era un día de vacaciones, de un cierto año y una hora matutina. En la televisión se proyectaban las aventuras de los Looney Tunes. Sí, era tan sólo un niño pequeño. Mi abuela iba y venía ante mis ojos; de la sala a la cocina, de la cocina a la sala y a las habitaciones. Al terminar una de las muchas caricaturas presentadas, comenzó una completamente distinta. Cabe señalar que a la fecha, no he encontrado personas que hayan visto en televisión el cortometraje animado que ahora refiero. No estoy loco, tal vez era un llamado a la acción por parte de la vida.
La caricatura comenzaba con un hombre sentado en un enorme sillón. Algo le preocupaba. Saltaba de su sillón hacia la puerta. Al abrirla, sólo había un enorme pasillo oscuro ante él. No era un cortometraje animado y colorido, era oscuro, tenebroso, pero llamó totalmente mi atención. Se produjo entonces la magia aterradora, cuando el hombre miró el cuadro de una mujer cuyo espíritu saltaba del cuadro y emitía un aterrador grito. Corrí a donde mi abuela, mientras el hombre en la televisión continuaba observando hacia la pantalla, esperando a que le dijéramos que también vimos al fantasma. Mi abuela estuvo a punto de cambiar de canal, cuando en las imágenes el hombre abrió las ventanas y entró un enorme pájaro negro hasta su cuarto. Ambos nos sentamos a ver la caricatura, hasta finalizar, con un hombre aterrado por el enorme pájaro sobre la puerta que jamás se fue.
Mi abuela fue hasta su librero, igualmente lleno de libros de la antigua edad, que pasaron por muchas manos, recuperados de bibliotecas que, en esa fecha, habían dejado de existir. Me extendió un oscuro ejemplar de tapa gruesa, hojas amarillentas; el título: “El caso de Arthur Gordon Pym y otros cuentos”; el autor: Edgar Allan Poe. Abrimos el libro y ahí hallamos un poema titulado: “El cuervo”.
El ejemplar duró un par de semanas. Pasé por cada una de las historias del señor Poe. Encendía la televisión para volver a ver aquella animación, mas nuca volvió a transmitirse. De ahí, la extrañeza de que hasta la fecha esté guardada en un rincón importante de mi mente, para retransmitirla las veces que necesite.
Por las noches, solía observar a todas partes para que nadie pudiera dañarme. Gracias a los cuentos de Edgar Allan Poe, la música de Bethoveen, Tchaikovsky y Mozart, adicional a lo que me enseñó mi abuela, pude saber que los monstruos no buscan asustar a los niños.
Con un relato, más vívido que otros conocidos, mi abuela me explicó la situación de las criaturas de la noche. Ellos, como muchas criaturas en el mundo, necesitan un espacio para vivir. Tiempo atrás, habían destruido sus hogares, los libros que contaban sus historias, los espacios donde solían vivir, y es así, como llegan a las habitaciones, debajo de la cama, en los armarios. Ellos tienen miedo de nosotros, no nosotros de ellos.
Pensé entonces que el señor Poe tenía a los mismos monstruos a su alrededor y decidió mejor contar sus historias, para así, dejar de temerles.
Construí una relación con los monstruos, la música y los libros que mi abuela me proporcionara. No todos narraban historias de criaturas y oscuridad, había historias de gente que vivió épocas antiguas, libros que causaban gracia, otros más, tristezas. Decidí construir mi propia biblioteca llena de historias, y resguardar aquellos que mi abuela, con su trabajo, había adquirido. El enriquecimiento de mi biblioteca ha sido tan natural como la vida misma.
Suelo leer ahora a mi abuela, las historias y poemas que solía contarme, la poesía de Sor Juana, Salvador Díaz Mirón y Juan de Dios Peza. Le reconforta escuchar dichos poemas, pero los sabe de memoria y los lleva en su maleta. Dispone de algunos LP de música clásica y sus dos inolvidables cantautores: Facundo Cabral y Alberto Cortez. “La vejez es la más dura de las dictaduras, la más grande ceremonia de clausura, de los que fue la juventud alguna vez”, se escucha de fondo al cantautor Cortez.
La lluvia ha terminado. Otro trueno desciende, finalizando el concierto natural. La música llega a su final. Los libros siguen desperdigados sobre la mesa. Las fotografías van y vienen en la mente. El café ni siquiera lo he tocado. Me llaman a mi teléfono.
Al salir, esta atmósfera sombría tras la lluvia me arropa. Me coloco mis audífonos y reproduzco la música que alguien escribió para nosotros hace algún tiempo atrás. Llevo en mis manos el libro de Edgar Allan Poe. En los bolsillos, las llaves para abrir los enormes candados de memorias que la abuela dejó en su viaje. En la mochila, vacía, espero resguardar lo que haga falta. “No estás deprimido, estás distraído”, dice Facundo Cabral.
Me tengo. Tengo recuerdos. Tengo música. Tengo libros. Tengo vida. Tengo la más enriquecedora de las herencias que podría dejar una abuela, y aunque ahora voy a verla, para continuar la conversación sobre su viaje, mejor decido quedarme callado, porque a mí me falta vida para alcanzar el costo de un boleto para el viaje hacia las estrellas.
Decido pasar el tiempo, volver a leer, reír, escribir, escuchar música, preparar su maleta. Decido no volver a solicitarle que me lleve. Decido que seamos felices en estos tiempos que parecen ser los últimos.
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La máquina del tiempo >> Óleo sobre tela >> José Abela
Lord Crawen, Jezreel Fuentes Franco nació el 29 de junio de 1986 en la Ciudad de México. Estudió Ingeniería en Comunicaciones y Electrónica en el IPN; luego, su pasión por la Literatura lo llevó a formar parte del Taller de Creación Literaria impartido por el profesor Julián Castruita Morán, y del impartido por el profesor Alejandro Arzate Galván. Participante de Concursos Interpolitécnicos de Lectura en Voz Alta, Declamación, Cuento y Poesía. En 2014 fue finalista del Concurso Interpolitécnico de Declamación. Participó en cuatro obras de teatro de improvisación, las cuales fueron presentadas en los auditorios de la Escuela Superior de Ingeniería Textil y en el Cecyt 15. Ha realizado ponencias en eventos de Literatura del horror, en el auditorio del Centro Cultural Jaime Torres Bodet. Publicó algunos trabajos para el portal electrónico “El nahual errante” y actualmente, se desempeña como ingeniero de procesos de T.I.