Por Alberto Navia
Siempre cabe la posibilidad de reiniciar. Siempre queda tal expectativa. La especie humana, aun ante la muerte, creemos en la posibilidad perenne del reinicio: la reencarnación o la llamada “vida después de la muerte”. Así, el reinicio es más que un supuesto, una expectativa o una posibilidad, para el humano es, también, una esperanza. Recomenzar es siempre una posibilidad vigente, permanece inmutable en el horizonte. Pero recomenzar no es garantía de nada. Siempre cabe la posibilidad de volver a cometer errores y, hasta cabe la posibilidad, de perpetrar los mismos errores. Reiniciar algo no es garantía de éxito pero sí que es otra posibilidad de reintentar algo ―aun la vida misma―. Este concepto no nos permite materializar la eternidad con el simple acto de posponer el radical final, evadir el absoluto término. La vida ―y el tiempo, por supuesto― es asimilado como una secuencia de reinicios, una cadencia eterna.
El reinicio también tiene sus propias condiciones de las cuales la primordial es que sólo se puede reiniciar algo previamente iniciado. Esto que parece una evidente perogrullada ya no lo parece tanto cuando asumimos la muerte como un reinicio de la vita nuova. Así, es necesario estar vivo para después morir y reiniciar la vida (que, siempre pensamos, será mejor). Es por esto que vemos la muerte como un simple cambio de estado: de estar vivo a estar, ahora, muerto. La muerte se transforma, de esa manera, en un mero portal en donde nos deshacemos (nunca término mejor usado) de la materia y nos convertimos en espíritu, en un ente inmaterial e incorpóreo que ha trascendido la materia y, aun cuando esta pérdida de substancia evidentemente sí representa un cambio de condición, no es, por supuesto, el final de la vida. Los muertos, a pesar de su condición de inmateriales, no dejan de vivir. Su vida continúa. Los mismos apegos subsisten: los mismos amores, las mismas aficiones, los mismos gustos… Asumimos a nuestros muertos como algo mucho más cercano a la vida cotidiana que a la no-existencia. ¡Viven! Aun siendo inmateriales e incorpóreos siguen bajo las mismas aficiones materiales: si al vivo le gustaba el tequila al muerto, por ende, le seguirá gustando; si al vivo le gustaba la música ranchera pues al muerto le seguirá gustando; si era aficionado al América o al Cruz Azul o a los Pumas ya muerto continuará con su afición. De esta manera la vida se reinicia aun tras de la muerte.
El temor a ser perecederos, a desaparecer de una forma total nos impulsa a ver el tiempo a manera de una continuidad de oportunidades que no es interrumpida ni por la propia muerte. Continuar, siempre continuar. La literatura y el cine han sabido aprovechar tales reinicios construyendo personajes que se vuelven grandiosos en el reinicio, historias que se prolongan desde Nosferatu o Frankenstein hasta los modernos zombis, historias (no siempre afortunadas) que, haciendo honor a su tema, se reinician una y otra vez. Siempre podemos esperar una versión nueva, una nueva reinterpretación.
Así pues, el reinicio resulta en una constante en nuestras vidas, es, tal vez, lo más constante en nuestro existir. Siempre hay una nueva oportunidad de recomenzar. Por tanto, siempre habrá la posibilidad de que yo reinicie la escritura de este tema.