Por Alberto Curiel
Un gran estruendo aupó de golpe a Irene de su cama, el estrépito provenía de la habitación de Bardock. Irene levantóse de su lecho, apresurose a descender las escaleras al tiempo que sus oídos se inundaban de continuas colisiones violentas, crujidos, gemidos lastimeros, llanto, ¡Bardock!, pensó acelerando aún más el paso.
En el habitáculo del pequeño se hallaba Azucena con una pala rota ataviando el suelo y un mazo que era sujetado fuertemente por sus manos; seguramente halló estos instrumentos en algún sitio de la casa.
—¡Azucena!— gritó Irene atemorizada al encender la luz para verla con las ropas rajadas y el cuerpo sucio envuelto en una perfecta mezcla entre sangre y tierra.
El clóset del niño estaba desparramado en el piso, hecho pedazos, legando sus últimas palabras de horror. La joven doncella sollozaba incontrolablemente sin detener la furia de su tunda al ropero, impacto tras impacto se le iba la vida, la lágrima, el pánico y la histeria. De pronto, Azucena cayó al suelo, desfallecía, sus ojos propagaban intermitencias entre la realidad y la penumbra que llega al cerrarlos, comenzaron a ocluirse para dejarla en la oscuridad, inconsciente. Pero al notar tal negrura, Azucena resurgió del desmayo como un muerto viviente, un náufrago reapareciendo desde el fondo del mar, inhalando profundamente, respirando de nuevo.
—¡Alberto! — escupió Azucena con la mirada desorbitada. —¡Bardock lo necesita, sólo él sabrá qué hacer!
Irene tomó los hombros de Azucena agitándola furiosamente. —¡¿Dónde está mi hijo, qué le has hecho?!—, resopló con los ojos encendidos.
—Él… él se quedó allá—, murmuró Azucena con el cuerpo tembloroso, apuntando la vista al ropero descuartizado. —Lo que decía el niño era verdad, hay monstruos terribles, decenas de ellos, él quiso rescatarme pero…
—¡Dónde está mi hijo!—, insistió Irene propinándole un enérgico bofetón.
—Perdóneme, yo no… eran demasiados, él está… ¡Alberto! ¡Llame a Alberto!
El cuerpo descompuesto y parpadeante de Azucena fue arrojado con fuerza y encerrado bajo llave en el dormitorio de mi hijo. La angustiada madre se dispuso a llamar a la policía, pero sus dedos trémulos marcaron el número telefónico de Alberto de forma automática.
Yo atendí la llamada, la voz de ella era apenas audible, entrecortada, distinguí entre palabras convulsas el nombre de mi pequeño: ¡Bardock!… ¡Bardock!… ¡ha desaparecido! Detrás de las oraciones inconexas de Irene percibí un aullido sepulcral: ¡Sáqueme de aquí, por favor, no me deje en la oscuridad! Colgué el teléfono ¿Qué has hecho, Irene?
Casi instantáneamente, el padre de Bardock arribó a Nacoalpan, voló, se trasladó en un avión súper sónico; nadie sabe cómo llego tan pronto. No lo recuerdo. Quizá robé un auto, pude haber hecho cualquier cosa.
Sobre la mesa descansaban los codos de Irene, sus palmas recibían el líquido salado que le exprimía la incertidumbre, de la recámara de Bardock escapaban algunos quejidos, la puerta se estremecía conteniendo la fuga de un prisionero. Cuestioné a Irene sobre lo acontecido, apenas y soltaba harina de los labios, plastilina, nada podía entenderle, la sacudí un poco para reanimarla. Nada. Detesto que se ponga así.
Giro la manija de la puerta e inmediatamente siento perder mi equilibrio, me sostengo y un cinturón de carne me envuelve, es Azucena, me abraza reconfortada. ¿Dónde está Bardock? Le pregunto seriamente. Ella enjuga sus miedos.
—To… todo era verdad. Los demonios existen… Bardock está con ellos. Uno me arrastró sujetándome de los pies… su hijo fue a rescatarme, pero le fue imposible, son muchos, todos iguales, excepto uno—, tartamudeó mientras Irene lanzaba oprobios en contra suya, desacreditándola. —Ella no me cree, yo no creía, pero me bastó aceptarlo un momento para ver… Bardock confía en usted… él me pidió que destruyera eso—, dijo señalando el ropero, —así ellos no sabrán salir.
—Ni yo entrar—, respondí apesadumbrado… —Hablas demasiado rápido ¿A qué te refieres con que Bardock confía en mí… qué ocurrió exactamente?
Azucena resbaló despacio sobre la pared, hundiéndose, no buscaba comodidad, sus piernas no podían sostenerla. La joven me dijo todo, cada detalle. Mi pecho se comprimía, la espalda me pesaba; la situación era terrible: Atravesando el umbral del ropero se encontraba un extenso pasillo con una línea dibujada en uno de sus extremos, una estría de luz que se colaba desde algún sitio. Bardock siguió silenciosamente al demonio, esperando el momento oportuno para arrebatarle a su presa. Cuando creyó haber llegado al aposento de la bestia, usó su linterna para cegar al esperpento que remolcaba a Azucena, disparó un par de palillos a sus amarillas retinas y el monstruo se desplomó. Sin embargo, un sin número de bufidos accedieron a la fiesta, Bardock balanceó su linterna hacia arriba, izquierda, derecha… Decenas de demonios se agrupaban como moscas danzando alrededor de su comida. Bardock, cual valeroso arquero, disparó proyectiles en todas direcciones, las bestias caían, sin ojos no podían orientarse… pero la cantidad de demonios era exorbitante. Bardock desenfundó su espada y combatió dificultosamente a algún adefesio que lograra acercársele, hendiendo su estoque en las córneas del enemigo al tiempo que la grieta de luz en el pasillo se ensanchaba; vio ahí la oportunidad de escapar.
Bardock conminó a Azucena a escapar sobre la esquela de luz que se dibujaba con trazos más gruesos, pero ella estaba trastornada, impedida. Así que mi hijo se acercó a ella, enfilando su lámpara en destino opuesto al sendero de luz, batiendo su antorcha para impeler a las amenazadoras criaturas. Bardock empujó a Azucena, guiándola al camino luminoso, ella camino mecánicamente con la mirada perdida mientras mi hijo vigilaba, la joven quedó a salvo en la luz, y entonces reaccionó pasmosamente, volteó hacia atrás y observó al pequeño niño que la liberó. Empero, delante de él, en los espasmódicos avisos de luminiscencia que proporcionaba el vaivén de la linterna, Azucena divisó una sombra mayúscula, amplia, abriéndose camino entre los ojos amarillos que permanecían muy inferiores a ésta. Bardock se desplazaba en reversa, sin darles la espalda, pero quizá no había notado aquella gran mancha y su veloz traslado oscuro.
Azucena, ahogada en pavor, apenas pudo susurrarle, corre Bardock, en el mismo instante en que se desmoronó en llanto. El pequeño irguió la linterna con cautela, frente a él se delineó una figura tosca, gigantesca que desprendió un brutal rugido. Bardock se precipitó en torno a la luz, martillando el suelo rocoso de la caverna con sus piernas, no obstante, la colosal bestia se impulsó con un único movimiento delante del niño.
Bardock amagaba un movimiento seguido de otro, revolviéndose delante del tenebroso ser que obstruía su ruta con la esperanza de escabullirse de éste, fue inútil. Los demonios enanos rodearon al infante, Bardock estaba atrapado.
Vete, Azucena, sugirió mi hijo al verse acorralado, anda lo más rápido que puedas y dile a papá que he descubierto qué es este lugar. Destruye el armario, es la entrada pero realmente no lo es, sin el armario las bestias no podrán salir, pero papá conseguirá colarse siempre y cuando sea estable, este sitio está en todos y a la vez en ninguno, y no puede ser visto porque es más pequeño que yo, pero se hace grande conforme se avanza, y más invisible. Él sabrá qué hacer.
—Bardock, no puedo dejarte aquí—, reclamó Azucena.
—Descuida, mientras mi linterna tenga batería no conseguirán aproximarse a mí.
La colosal y espesa niebla que obstruyó primeramente la huida de Bardock torció la mirada en torno a Azucena, notando que la luz no reinaba aún en la totalidad del pasillo… y entonces habló con una voz abismal, vibrante y sobrecogedora, una voz que parecía mil, como si un ciclón desafiara a un trueno con notable señorío y se rindiera ante su fragor.
—Id por ella—, preceptuó el lúgubre demonio de más de dos metros de altura. —Atrapadla, desolladla, y echadla fuera, así veréis que tan valiente es el hombre. Será tomado por tonto el que ose perturbar el interior de las tinieblas, por tonto y por cadáver.
Moviéronse así las cadenas peludas vivientes que cercaron a Bardock en su tentativa de fuga. Los demonios en tropel avanzaron al cilindro bicolor, Azucena exhalaba alaridos vivos que olvidó muy detrás de ella, ¡mantente en la luz!, alcanzó a apoyar Bardock en la lejanía, ¡lo lograrás! Para Azucena el tiempo no transcurrió por horas, en las que se halló abstraída dentro de una pista de atletismo de luz y sombra, aguardando romper el listón de su propia vida entre puntiagudas garras que le hacían hendiduras, manotazos que la derribaban y quijadas que rozaban su piel, pintándole aristas de un tono bermejo opaco. No supo en qué momento la obscuridad se rindió ante la refulgencia, los demonios cesaron su caza o murieron en el milagroso resplandor que concluyó por inundar aquel horripilante andador, puente entre dos mundos.
Aún no agotaba Azucena su relato cuando el padre de Bardock ya giraba cinta aislante alrededor de sus brazos que estaban precariamente recubiertos con revistas y algodones que interceptarían posibles colmillos que aventuraran un ataque. Lo mismo hizo con sus piernas al tiempo que en su cabeza caían como pesadas gotas de una torrencial lluvia las remembranzas de los ayeres inesperados, los días en que Bardock era tan sólo una sorpresiva promesa: La mañana en que Irene le notificó que sería padre, los arrebatos de frustración, los familiares y amigos a quienes no sabía cómo comunicarles la noticia, la comida celebrada en honor del cumpleaños de Nidya en un antiguo bar de la ciudad en donde casi se le escapó la primicia de los pulmones, las reuniones secretas con su selecto círculo de lectores en aras de iniciarse, en donde, sospechosamente, Irene dejó de beber alcohol inopinadamente después de asentarse como una experimentada beoda, aludiendo a exámenes de salud, análisis médicos improvisados; seguro presienten lo que ocurre, pensaba Alberto, saben que a nuestro club se integrará uno más, sino ¿cómo se los digo, deberé notificarles dentro de un texto, decirles, ¡amigos habrá un nuevo Quijote!, notarán lo que quiero decir? ¿Qué pensarán después de mi sumo recelo y descontento ante la desmedida reproducción humana?
El chubasco no demoraba su curso, Alberto pensaba en la primera vez que vio a Bardock, en las miradas que cruzaron en el hospital, su saludo inaugural, la tarde en que se le cayó de los brazos, cuando de la boca de su primogénito salió flotando la neófita palabra “papá”, la primera vez que le habló sobre física cuántica y filosofía… Tan poco tiempo, hijo… una inmensidad.
Iré por ti, dijo Alberto ensimismado, arrancando con los dientes un gran trozo de cinta aislante y enrollándola en su extremidad izquierda.
—¡Iré contigo!— gimoteó Irene… —pero, ¿cómo entraremos?, el ropero está destruido.
—Bardock es un genio—, presumió Alberto, —ha notado la existencia de una nueva dimensión, la puerta no es el clóset, sino una convergencia cuántica microscópica que se vuelve estable al evitar la luz, cuando la luz penetra, la convergencia se desestabiliza y desaparece. El clóset funcionaba como estabilizador de agentes externos, magnificaba la conexión por alguna razón que aún no logro determinar, similar a lo que ocurre a una burbuja de jabón perpetuada en el ángulo formado entre dos o más objetos. Para entrar debo encontrar el punto exacto, estabilizarlo… y avanzar.
—¿Es un agujero de gusano?- inquirió Azucena.
—No, es una bifurcación cuántica, no tengo tiempo para explicarles ¡cielos! Suéltame, Irene. Iré yo solo. Bardock entró para salvarte, él no querría verte allí.
El padre de Bardock se internó en la habitación de su descendiente, resolvió sellar las ventanas, pidió estrictamente que nadie intentase seguirlo. Despidióse de Irene, quien se vistió de llanto y, mirando hacia la penumbra dijo:
—Bardock volverá… lo hará. En cuanto escuchen su voz, abran la puerta y enciendan las luces, enciendan fuego en la antigua ubicación del armario, eso probablemente sellará la convergencia. ¿Alguna de ustedes sabe preparar una bomba casera? Es sencillo. Sería más efectivo.
—¿Quieres decir que no volverás?—, musitó Irene.
—Por supuesto que lo haré… Adiós.
La recámara de Bardock fue cerrada con Alberto dentro… Silencio. El inexperto padre, tentaba en la obscuridad, buscando indicios de la dimensión extraviada, minúscula, un solo punto, una estrella en la inmensidad del universo; debía tomar la decisión acertada. Palpó palillos en el suelo, probablemente habían caído de los bolsillos de su hijo, estaba cerca. Es un genio, pensaba Alberto; a su edad yo no tenía ni la más remota idea de lo que significaba el álgebra, pero él… es brillante… Es mi hijo, ¿qué esperaba? Súbitamente percibió un cambió en la temperatura, el efecto de succión… Había entrado.