ACERCAMIENTO AL TEATRO DECIMONÓNICO
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Por Iván Dompablo
Don Bonifacio es una comedia en un acto del escritor veracruzano Manuel Eduardo de Gorostiza, cuyo estreno se llevó a cabo en México D.F., en el año de 1833. Esta fecha, ya muy lejana de nuestro tiempo, es una de las razones que contribuyen a la poca familiaridad que tenemos con la obra en sí y también con todo lo que representa el teatro mexicano de aquel siglo XIX.
Otra de las razones que nos alejan del drama decimonónico es, sin duda, la poca cultura teatral que existe actualmente en nuestro país. Según la estadística del Conaculta, que da a conocer a través del Sistema de Información Cultural (SIC) cuya “información se ha contextualizado y enriquecido con los resultados obtenidos de la Encuesta Nacional de Prácticas, Hábitos y Consumo Culturales 2010, al igual que con las cifras del Censo de Población y Vivienda 2010” [1]; el porcentaje de personas que asisten por lo menos una vez al año al teatro en nuestro país es de 9.8 %, mientras que el porcentaje de asistencia al cine es de 75.2 %.
Como vemos en los datos anteriores, existe una diferencia enorme entre estas dos actividades recreativas; de hecho, entre las diversas actividades culturales contempladas como ir a museos, librerías, bibliotecas, centros y casas de cultura, etcétera, el teatro tiene el más bajo porcentaje de asistencia. De allí y de los años transcurridos —casi dos siglos—, que este teatro nos sea ajeno en una primera visión muy somera de él.
De allí que este trabajo pretende ser una invitación a leer estas obras, y para ello recordemos las palabras que Eduardo Contreras apunta en el prólogo a su antología de teatro decimonónico:
Leer con atención los dramas mexicanos del siglo antepasado nos puede dejar mucho más que una aparente reconstrucción arqueológica de cariño condescendiente por testimonial: nos puede invitar a devolver a la escena imágenes, situaciones, historias completas cuyo vigor todavía soporta la confrontación con nuestro momento y nos impone un espejo de la vida que reaviva elementos muy esenciales de nuestra identidad, lo mismo en el plano local de reconocer nuestras peculiaridades de mexicanos, que en los mejores casos, en un examen divertido y profundo de nuestra elemental condición humana […] (Contreras, 9-10).
En Don Bonifacio (o el ranchero de Aguascalientes) existe un juego narrativo muy interesante; pues esta comedia encierra dos historias que son narradas en diferentes espacios. La primera, que es la historia de la traición de don Roque a doña Cándida, se representa desde el espacio convencional del escenario teatral; y la segunda, que es la historia de un tal Don Bonifacio, está representada desde el teatro en su conjunto; es decir, se narra desde los espacios que comúnmente sólo pertenecen al público, como lo son: palcos, lunetas, patio, galerías. Pero, vayamos por partes y tratemos de ahondar en estas dos historias y la riqueza que guardan.
Antes de continuar, es importante señalar que la palabra «teatro» abarca un campo muy amplio de conceptos, como lo son: dramaturgos, obras, compañías teatrales, el teatro como edificio, interpretación, etcétera. Por otro lado, es indudable que no es lo mismo leer una obra de teatro que ir a verla; pues al leerla careceremos del contacto directo que se da entre el público y los actores, y entre el público y el espacio, entre otras cosas. Sin embargo, dado que hoy en día es difícil ver representadas las obras de las que hablamos, podemos hacer un ejercicio bastante enriquecedor en torno a la lectura de ellas que consiste en no dejar pasar los detalles que encontremos en una lectura más o menos profunda.
Así pues, en la primera historia del drama que tratamos, encontramos referencias muy importantes; como lo son ciertos pormenores de la ciencia médica de aquellos años. Don Roque, médico del lugar y esposo de doña Cándida, nos muestra, por ejemplo, en qué consistían los tratamientos de la época, pues al buscar un pretexto para salir de casa —para ir a visitar a su amante—, le dice a su esposa que irá a visitar a cierto párroco que sufrió un ataque de apoplejía, al cual piensa tratar a base de sanguijuelas y “[…] si no cede el mal [tendrá] que ordenarle luego, ventosas, cáusticos, sangrías, moxas e incisiones transversales” (166).
Si alguien de nuestro tiempo investiga en qué consisten este tipo de tratamientos, seguramente pensará: vaya modo de curar para un médico; sin embargo, si estudiamos un poco la historia de la medicina nos daremos cuenta de que este tipo de prácticas formaron parte de ella.
Otro asunto que nos acerca a la época es el tipo de diversiones a que esa sociedad estaba acostumbrada. Así por ejemplo dice Margarita al llevar a doña Cándida un recado: “Mi ama doña Sinforosa, que le besa a su merced las manos y que cómo es que no ha ido todavía su merced por allá que la casa la tenemos ya llena de máscaras y que sólo se espera a su merced para servir el chocolate y para empezar los sonecitos” (167). Los bailes, en este caso sones, son una marca de época que, si la consideramos en el momento de la lectura, nos hará no sólo comprender un poco mejor la obra sino también entender parte de nuestra cultura.
Estos indicios de la época en que podemos situar el desarrollo del drama, dejan de serlo cuando indirectamente el autor nos da la fecha en que transcurre; esto lo hace a partir de la conversación entre mujer y marido. Pues en ella nos enteramos que la edad de Cándida rebasa los cincuenta años, lo cual, por supuesto, no le gusta a ella que se ventile. Luego, en esa misma conversación, el médico nos hace saber el año de nacimiento de ella: “¿Cómo quieres que se olvide ese año, si fue el del terremoto de Lisboa?” (166). Nuevamente, aquí con un poco de curiosidad nos enteraremos de que tal terremoto efectivamente ocurrió en el año de 1775. Por lo tanto, si doña Cándida rebasa los 50 años, el año de la fecha es 1825 o un poco más.
Otro asunto que refiere indirectamente un hecho histórico es el de Silvestre, un alférez antiguo amor de doña Cándida al que ella cambió por don Roque, lo que provocó que aquel se fuese a la guerra:
Silvestre, aprovechando la ausencia del marido, decide visitar a doña Cándida y, en el encuentro, comenta en un tono cómico: “Qué buena te encuentro. Un poco flaca. Bastante descolorida. Muy aviejada. Con algunos dientes de menos. Y la maldita pata de gallo. Pero por lo demás lo mismo, lo mismo que te dejé ahora hace nueve años” (Contreras, 173).
En efecto, si la obra transcurre aproximadamente en el año de 1825 y hace nueve que Silvestre partió, el año de su partida será el de 1816, y la guerra en la que por fuerza participó es la de Independencia que, como sabemos, comenzó en 1810 y terminó en 1821.
Es necesario, para tener una noción de la vida cultural en aquellos tiempos, que antes de comenzar a hablar de la segunda historia que se narra en esta obra, hagamos un breve esbozo de las diversiones de aquella época:
Entre la no muy amplia variedad de diversiones públicas disponibles para la población novohispana en los últimos años de dominación colonial, están las tertulias literarias; un teatro de consumo familiar; las reuniones en cafés donde se discutía de literatura o política; los paseos de día domingo en la Alameda Central que era una práctica casi exclusiva de quienes tuviesen carruaje o pudiesen alquilar uno; las excursiones por la Viga durante la cuaresma; el juego de pelota; las apuestas en los naipes; las corridas de toros, las funciones teatrales en el Coliseo Nuevo y en otros espacios más populares llamados “guanajas” (Chabaud, 17).
Este último término (guanajas) era utilizado para denominar los lugares en donde se montaban obras teatrales dirigidas al pueblo; es decir, para quienes no tenían recursos económicos que pudiesen pagar las entradas a espacios con características similares a las del Coliseo Nuevo. Pero además, se usaba esta palabra en otro sentido; que era para referirse a las funciones gratuitas llevadas a cabo en los teatros los días lunes y jueves.
A diferencia de lo que es hoy en día, en aquellos tiempos el teatro era una de las diversiones más importantes. Pero, ¿cómo era el comportamiento de los asistentes en estos centros culturales? Vicente Leñero nos da algunos detalles al respecto:
[…] Los espectadores de palcos y lunetas iban a lucir sus mejores atuendos y a establecer relaciones e intercambiar habladurías y chismes; mientras los que ocupaban localidades populares intervenían con muestras de entusiasmo o disgusto en el curso de las representaciones. El público era muy activo. Había silvadores y pateadores profesionales (Los llamados “cócoras”; azote de los teatros, les decía José T. de Cuéllar) que intentaban reventar la función, contra rivales que pretendían contagiar sus bravos o sus vivas al resto de la concurrencia. Resultaba frecuente ver cómo en los coliseos populares los espectadores, en completa libertad, “pedían a gritos dulces y refrescos o agua en el mismo tono de voz de los actores, y algunos más pedían, también a gritos, que determinado actor se quitara los guantes o hiciera tal o cual movimiento, o dejará de hacerlo” (20).
Este comportamiento resulta muy importante porque en la historia de Don Bonifacio (o el ranchero de Aguascalientes) vemos que la obra comienza en el escenario, pero llegado cierto momento (en la escena VIII) la representación comienza a darse en el teatro completo (que es la segunda historia del juego narrativo de que hablamos), pues empieza la intervención de varios personajes ubicados fuera del escenario, como lo podemos comprobar en las acotaciones de la escena mencionada en donde se lee lo siguiente: “Dichos, menos el mozo, y luego Dn. Bonifacio, Dn. Juan, Mr. Plattoff y Doña Josefa. Los últimos cuatro personajes hablan, el primero desde un palco, el segundo desde una luneta, el tercero desde el patio, y el cuarto desde la galería” (176).
De tal forma que la obra que primero se veía en el escenario pasa a un segundo plano. De hecho el personaje de Don Bonifacio; un supuesto ranchero de Aguascalientes que está como espectador de la obra que veíamos transcurrir en las tablas y que interrumpe supuestamente por ser el esposo de una de las actrices del escenario, tomará el papel protagónico a partir de este momento y será, finalmente, quien dicte cómo habrá de concluir la obra interrumpida. Lo cual no sólo le da un giro a la obra sino que también establece otro tipo de relación con el público espectador, que de algún modo pasa a ser parte del drama a semejanza de lo que ya ocurría como hemos referido; pero, que se da en este caso, a partir de la intención del autor de la obra.
Vemos, además, una crítica del autor al teatro que se representa en la época a través de la voz de don Bonifacio; quien ante la pregunta de Juan —otro personaje de la obra que está molesto por la interrupción—: “¿Cree usted, acaso, que hemos pagado nuestro dinero para venir a oír vaciedades?” (177), responde “Tantas veces habrán ustedes pagado su dinero y habrán obtenido el mismo resultado, que no sé por qué ahora lo extrañan ustedes” (178).
La crítica en esta parte también se da al sistema en su totalidad, y ésta nuevamente es a través del singular ranchero, quien dice respecto a su persona:
[…] me eduqué en un colegio de padres de la Misericordia, que me azotaban paternal y compasivamente por mañana y tarde. En seguida he sido meritorio de una oficina once años y cinco meses, sin sueldo, y sin poder obtener jamás ninguna de las plazas que vacaban y me correspondían, porque siempre se atravesaba algún sobrino del contador o algún primo de la comisaría que me las birlaban… gracias a esa inmensa parentela que tienen por lo regular todos los jefes de oficina […] (179-180).
Hemos visto que existen muchos elementos que el lector de una obra puede aprovechar para enriquecer su lectura, para conocer más de su historia o de otras latitudes; es por ello que lo invito a leer esta obra en especial y el teatro mexicano decimonónico en general.
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NOTAS
[1] http://syp.sic.gob.mx/mapaae/web_d/nv/index.php?acerca=1
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OBRAS CONSULTADAS
Chabaud Magnus, Jaime. (Estudio introductorio), Escenificaciones de la Independencia (1810-1827). Col. Teatro mexicano historia y dramaturgia XII. México: Conaculta, 1995.
Gorostiza, Eduardo. “Don Bonifacio (o el ranchero de Aguascalientes)”. En: Contreras Soto, Eduardo. (Selección y prólogo), Teatro mexicano decimonónico. Col. Los imprescindibles. México: Cal y Arena, 2006.
Leñero, Vicente. (Estudio introductorio), Dramas sociales y de costumbres (1862-1876). Col. Teatro mexicano historia y dramaturgia XVII. México: Conaculta, 1994.
Robles de la Cruz, Brunilda. Historia de México I. México: Editorial Cátedra. 1995.
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