Con la primera luz del día emergiendo en el horizonte igual a una obra en óleo con pinceladas de oro viejo y rosa pálido, las llantas de la furgoneta blanca Chevrolet modelo N400 emitieron un chirrido al recuperar la tracción luego de un estrepitoso salto en la irregular calzada, que conectaba el centro de la ciudad de Verfall con sus límites olvidados. Cinco estudiantes de antropología, en su último año, viajaban en el interior de cojinería grisácea, y compartían el espacio con equipo filmográfico, cámaras digitales y computadores portátiles.

Juliana González conducía, con sus manos firmes al volante, mientras su compañera y pareja, Johanna Ortiz, daba indicaciones desde el asiento del copiloto. Atrás, Lucia Galán, Martín Pérez y Alejandro Reyes, repasaban la lista de preguntas y ajustaban los equipos, intercambiando miradas nerviosas.

Santa Edith Stein, su destino, era un barrio que había caído en desgracia, señalado por el ayuntamiento como foco de riesgo psicosocial y, consecuentemente, relegado al olvido. Pero los estudiantes sabían que ese lugar escondía una verdad más compleja, un microcosmos que luchaba por sobrevivir bajo el peso de los prejuicios.

Desarrollaban un documental, como parte de su tesis de pregrado, abordando la temática de la influencia de los discursos dominantes y consecuentes expresiones artísticas en la población del barrio. No obstante, como dinámica subyacente buscaban mostrar la otra cara del barrio, de su gente, de sus costumbres…

—¿Falta mucho? —preguntó Juliana, secándose con la manga de la blusa el sudor que le perlaba la frente, recubierta con flequillo, como rocío inesperado en un desierto.

—Sí, amor —respondió Johanna quien se llevó ambas manos sobre el cabello corto oscuro ondulado con puntas tinturadas de color azul, y terminó arrastrándolo atrás como si sus manos fueran peines de finos dientes—. Toma el próximo desvío a la derecha. Después sigue recto unos diez minutos.

—¡Qué calor! —dijo Alejandro, atrás, soplándose con el cuadernillo donde estaban las preguntas de la entrevista. Observó con detalle, frunciendo el entrecejo, la interacción de ambas mujeres adelante.

—Bastante —apoyó Lucia al lado. Entre tanto, Martín sólo asintió, sacudiéndose la camisa para ventilarse.

Después de los diez minutos mencionados por Johanna, arribaron al barrio. Típico barrio popular, con música resonante al exterior, gentío y casas pequeñas abarrotadas. A pesar del bullicio de las calles, el lugar exudaba un aire de desolación, una melancolía que se enroscaba en los rincones como una bruma invisible. Con grafitis por doquier. Y hasta atrás se divisaban los gigantescos esqueletos de dos edificios a medio terminar: centinelas abandonados.

Varios jóvenes otearon con inquietud la llegada de la furgoneta. Siguieron el vehículo con mirada avizora como harían búhos al acecho. Normalmente reconocían quienes eran del barrio… y quienes no.

—¡Ahí están, Aurelio y Federico! —Señaló Johanna a dos de los jóvenes que no sobrepasaban los veinte años, comunes y corrientes, con gorras y camisetas estampadas, y algunos con monocolor.

Juliana parqueó la camioneta en una calle angosta, detrás de varias motocicletas y delante de un coupé antiguo, oxidado con las llantas desinfladas. Salieron todos.

Después de saludarse con los jóvenes, los estudiantes de Antropología se reunieron con los líderes de la comunidad, que ya estaban enterados de la producción del documental. Es que Johanna Ortiz era reconocida en el barrio: en el pasado daba clases a adultos mayores ganándose el aprecio de la gente en el barrio. Tan pronto surgió el proyecto, Johanna consideró: ¿Qué mejor lugar en Verfall que Santa Edith Stein para hacer el proyecto?

Después de acomodar el equipo filmográfico, empezaron la grabación de escenas y la toma de fotografías. Lucia y Martín grabaron algunos niños que jugaban en las aceras. Después grabaron diferentes caras de la comunidad, que hacían cosas propias de una comunidad, común y corriente. El movimiento y bullicio de la actividad diaria se mezclaba con el sonido distante de música vallenata que escapaba de alguna tiendita o vivienda, y hacía retumbar las puertas y ventanas, creando una sinfonía ecléctica que definía la vida en ese rinconcito de Verfall.

Juliana y Johanna, procedieron a entrevistar a Elizabeth Manrique —una de las lideresas más importantes en el barrio—. Turnándose, hicieron preguntas en relación al estilo de vida, cultura… posibilidades. No obstante, a medida que la entrevista avanzaba, empezaron a abordar temas más fuertes, melancólicos, momentos gratos, tristes, temibles…

—¿Cómo les impactó la declaración del ayuntamiento? —preguntó Juliana.

—¿Cómo crees, niña? —respondió Elizabeth con su marcado acento costeño. Soltó una sonrisita y añadió—: Hace años los habitantes del barrio tenían posibilidades laborales. No muchas, pero nos bandeábamos. Ahora los jóvenes tienen suerte si les dan los trabajos que nadie quiere. Somos vistos como lo peor. Injusticia. Porque díganme ustedes: ¿acaso solo nosotros tenemos problemas en la ciudad?

—No… Obvio no —respondió Juliana, segura de sí misma.

—Por supuesto, niñas, nosotros somos una muestra de la desigualdad social aquí, terminamos transformados en el chivo expiatorio del ayuntamiento. Por ejemplo, el centro comercial que se construía desde hace diez años, que se suponía revitalizaría la economía local, terminó abandonado… en el completo olvido. —Señaló los gigantes a medio terminar en el horizonte lejano y agregó—: Y ni hablar de los edificios del conjunto residencial que se estaban levantando al fondo del barrio, ya que supuestamente atraería inversión y recursos. Resulta que los inversores prefirieron perder lo invertido que… continuar invirtiendo…

—Me recuerda el centro comercial “La gran esperanza”, en las afueras de Verfall, también abandonado. Sólo que en ese caso los inversores se fueron, pero de la ciudad —expuso Johanna.

—“La gran esperanza…” tendrá mis tetas, y eso que se cayeron por la edad y la amamantada de cuatro bebés —declaró Elizabeth en mofa con una enorme sonrisa que revelaba sus dientes oscurecidos de tanto beber café, y un hueco entre el premolar y molar derechos.

Todos: Juliana, Johanna, Lucia, Martín y Alejandro sonrieron con esa declaración. Después tendrían que sentarse a analizar si resultaba, realmente, conveniente para el documental dejar esa declaración.

—Imagínense —prosiguió Elizabeth—, contradictoriamente como “La gran esperanza”, muchos proyectos se caen en la ciudad, pero no, aquí los malos somos los del barrio. Tenemos que ver cómo somos olvidados. Lloramos nuestros muertos, bien digo nuestros, porque para la ciudad somos un cero a la izquierda del punto. Únicamente nosotros nos preocupamos por los nuestros…

Elizabeth exhibió mirada nostálgica.

Mantuvieron un instante de silencio y, pasado el instante, Johanna preguntó con sagacidad:

—¿Y de su identidad…?

—¿Identidad? ¿Qué quieres decir, niña?

—Sí, individual, grupal, ¿cómo ha cambiado la forma en que ustedes se expresan de sí mismos?

—¡Uy! Pues afecta bastante, niña —asintió enérgica—. Tal vez con los viejos no tanto, porque ya estamos viejos. Vivimos lo que teníamos que vivir… Pero nuestros jóvenes viven su vida con desesperanza. Ansiedad, depresión, alcohol, drogas… y cosas que no pueden decirse… se convierten en riesgos en el día a día. Imagínenselo, no los quieren en la ciudad, irse de la ciudad termina siendo la mejor opción, destinada para los pocos que cuentan con suerte de conseguir el dinero necesario. Tampoco hay muchos lugares afuera donde emigrar. Aquí, muchos se dedican al deporte, gracias a la virgencita. Por ejemplo, Federico Stein, boxeador nacional, nacido en el barrio, criado a punta de caldo, no más pasando la calle. La corredora Enriqueta Benavidez, que tenía su casita en la salida Norte. Pero… desde que Martina Aniz ganó el nacional de skate, bastante jóvenes practican el deporte queriendo imitarla. Buscan oportunidades, ¿quién no?

—¿Eso quiere decir que Martina Aniz se convirtió en un símbolo de esperanza para los jóvenes del barrio?

—Por supuesto, niña —dijo ese “por supuesto” con mucha energía.

Juliana y Johanna se miraron con una complicidad que sólo ellas dos conocían. Mediando una sonrisa sin límites claros.

—Esperanza y oportunidades, para jóvenes y jovencitas. Ahora el skate park mantiene repleto de chicos y chicas, con sus patinetas y bicicletas de bmx —continuó Elizabeth. Reflexionó con voz alta—: observen con detenimiento, y entenderán que hay menos inseguridad aquí que en el resto de la ciudad…

Juliana y Johanna, tras asentir, continuaron la entrevista con preguntas que ampliaban el contexto. Todas las respuestas de Elizabeth, igual que de los otros entrevistados, demostraban un incipiente malestar con el ayuntamiento y ese trato injusto que recibían.

Cuando Juliana, Johanna, Lucia, Martín y Alejandro finalizaron las entrevistas, guiados por Aurelio y Federico, decidieron encaminarse al skate park. Las suelas de los zapatos crujían mientras caminaban por las aceras polvorientas, cuarteadas y desiguales. Pasaron por calles laberínticas, donde las casas de aspecto desgastado por el indomable paso del tiempo se erguían como testigos silenciosos de incontables historias, algunas que jamás serían contadas…

Las fachadas carcomidas de las construcciones en derredor por donde caminaban estaban adornadas con grafitis multicolor, dotados de expresividad a través de formas explícitas, abstractas, que contaban las historias del barrio, pero también hablaban de la lucha, de la resistencia, de la creatividad, y de los conflictos que nunca faltaban en el barrio. Pinturas que mantenían un simbolismo inefable y llevaban en sus trazos el ingente peso de la realidad: pobreza, hambre, inseguridad, inequidad, desigualdad. Obras fotografiadas para anexarlas como material documental.

No faltaron las miradas furtivas y desafiantes de quienes ocupaban esquinas y callejones en zonas antigregarias, pero Aurelio y Federico marcaron un límite claro, protegiéndolos, porque siendo los estudiantes de antropología foráneos, podían convertirse en objetivos de situaciones complexas.

A medida que se acercaban al skate park, encontraron una de las vías principales, con varios puestos callejeros que saturaban el ambiente con diferentes olores de comidas que, casi hipnotizándolos, los invitaban a detenerse y probar algunos manjares.

En menos de quince minutos de caminata llegaron al skate park. Era un epicentro de vida, un espacio donde los jóvenes transformaban sus frustraciones en movimiento, ritmo y destreza, rebelión silenciosa contra la narrativa impuesta, testimonio de que incluso en la penumbra más profunda podía encenderse una chispa.

En una de las esquinas estaban congregadas personas que bailaban break dance al ritmo del hip-hop más ochentero. En otra esquina estaba un grupo de jóvenes que improvisaban versos con una pista de audio, freestyle puro y duro. Y en las elevaciones y descensos de la pista muchos practicaban en sus tablas de skate, o bmx.

Realizaron registros audiovisuales, incluso algunas preguntas, aquí… allá…

Y después, al tener suficiente material audiovisual y entrevistas, Juliana, en tanto miraba los dos gigantescos edificios detrás del skate park, habló:

—¿Podemos acercarnos?

—¿Quieren acercarse a los edificios? —preguntó Aurelio con sorpresa, arqueando la ceja derecha.

Juliana rebotó su mirada en la de sus compañeros, y todos asintieron. Agregó:

—No sólo acercarnos. Ingresar. Queremos ingresar. Tendríamos una excelente panorámica…

—¡Podemos…! —expuso Federico. Miró al cielo: aún azul—. Aprovechemos que todavía está temprano.

Los linderos de los edificios estaban delimitados con una malla metálica a la cual ya habían perforado con cortalambres. Entraron por uno de esos boquetes y, dentro, vislumbraron total dejadez. Con varias pinturas mal hechas en las paredes húmedas y recubiertas de hongos.

Federico apuntó una de las entradas del edificio Norte.

—Por ahí —fue lo único que dijo.

Y entraron. Veinte pisos con escaleras para un total de cuatrocientos peldaños. Aurelio y Federico expusieron, mientras ascendían, que los jóvenes buscaban otros barrios para plasmar sus grafitis para extender los mensajes liberadores de discursos dominantes. Las pausas en cada piso dejaban a la vista una escena de obra gris, que disminuían en cantidad según ascendían, tal vez porque en pisos altos resultaban menos visibles —porque el propósito principal de esas obras era la expresión—, y andamios y estructuras. Pisaron los últimos peldaños de las escaleras, descubriendo que las paredes estaban despojadas de trazos, ni siquiera las sombras amaban pegarse de esas paredes. Así llegaron a la azotea.

Acercándose hasta uno de los bordes, observaron la increíble panorámica que capturaba la esencia del barrio y su relación con la ciudad. Verfall se erguía en la distancia, con sus edificios brillando en retintines como dientes en una mandíbula de hierro, Y Santa Edith Stein yacía a sus pies, desgastada pero viviente.

—A veces vengo aquí —mostró Federico el horizonte lejano—. Y me fumo un porro. Aquí arriba me siento fuerte. Capaz de lograr cualquier cosa.

—Me sucede igual, brother —agregó Aurelio después de asentir.

Como lo planearon, tomaron fotografías y videos panorámicos, capturaron la esencia urbanística, artística, cultural y social, que encajaban en la temática del documental.

Después de una hora, descendieron. Evitaron el atardecer, para también evitar posibles problemas de regreso a sus hogares. Estaba lejos.

Mientras bajaban por los primeros peldaños de las escaleras, Alejandro, hasta atrás del grupo, quedó petrificado como víctima de la mirada de Medusa.

—¡Ey! —gritó para todos.

Todos se detuvieron por el grito. Voltearon a mirarle.

—¿Qué pasó? —preguntó Juliana, veloz.

—Mi-Miren este grafiti… no estaba al subir —expresó sobresaltado mientras señalaba un grafiti en la pared.

Y, ciertamente, había un grafiti en esa pared: realmente horroroso.

—¡¿Qué?! —expresó Johanna con mirada anonadada—. ¿Qué quieres decir?, ¿qué se materializó en cuestión de minutos?

—No… no lo sé.

—¿No lo sabes Alejandro? —manifestó Martín—. O… ¿No estás seguro?

Lucia por otro lado, detalló el grafiti de manera detectivesca, aseveró:

—Alejandro… tiene razón… El grafiti no estaba.

—S-Sí, tienen razón —apoyó Aurelio con voz inquieta—. Ese maldito grafiti no estaba.

Y Federico asintió con frenetismo.

Se miraron perturbados, rebotando las últimas en Alejando y ese grafiti.

La obra en la pared gozaba de una brutalidad macabra. Trazos y trazos, intensos, hiperrealistas, dando una sutil sensación de que sus formas podrían salirse de la pared en cualquier momento. Destacaba una calavera con sus cuencas vacías, pero que emitían un brillo escarlata desde lo más oscuro, parecía una mirada tangible que devoraba el alma, la razón. Detrás de la calavera un gigantesco valle con un lago color escarlata oxidada, como sangre vieja, en el que cientos de siluetas humanas, encadenadas, luchaban por no ahogarse y expresaban con el lenguaje corporal un sufrimiento inconmensurable. Resultaba impresionante tal cosa, extendiéndose en unos tres metros de alto por tres de largo… aproximados. Alrededor, repetida como un eco maldito, una única frase:

—Benditos aquellos que sufren porque sus almas están llenas de delicias… —Juliana leyó con un detenimiento casi clínico.

—¿Benditos aquellos que sufren porque sus almas están llenas de delicias? —repitió Johanna con tonalidad de cuestionamiento terapéutico—. ¿Qué?, ¿acaso es una frase de Maquiavelo?

—No… no creo que sea una frase de Maquiavelo… —respondió Juliana, temblorosa. Abrazándose los hombros.

Juliana y Johanna leyeron varias obras en sus vidas, diferentes autores, variados géneros y estilos. Si bien Juliana estaba segura que esa frase no pertenecía a Nicolás de Bernardo de Maquiavelo, sintió un miedo primitivo, igual que el primer fuego que inundó su pecho, ahogándola, y que se extendía en su cuerpo como una bacteria.

—No tiene firma… —mencionó Federico en tanto detallaba los bordes del grafiti.

Mientras Alejandro observaba el grafiti con una atención malsana, creyó escuchar —tal vez sí escuchó, o fue su cordura cayendo al abismo— voces de lamento, aunándose en un agónico cántico infernal, que parecía provenir del grafiti.

—¡Carajo! ¡Quiero irme…! —manifestó mientras caminaba hacia atrás.

—¿Benditos aquellos que sufren porque sus almas están llenas de delicias…? —Lucia repitió la frase. Sonrió, aunque no era realmente una sonrisa de alegría, y llamó la atención de todos para completar—: ¡Ya! Ya recordé…

—¿Qué? ¿Qué recordaste? —preguntó Martín de inmediato.

—Esa frase fue mencionada en una noticia del asesinato de unos jóvenes al Sur de Verfall…

—¡¿Qué?! ¿Qué quieres decir? —inquirió Juliana con gestos pávidos y mirada arqueada—. ¿Que este grafiti está relacionado con… asesinatos…?

—Sí… aparentemente. Varios jóvenes resultaron muertos. Colgados con cadenas y garfios. Uno de los jóvenes, horas antes de morir, reveló la frase a la policía…

—¡Demonios…! —expresó Johanna con sus ojos muy abiertos, prácticamente sus escleróticas eran lagunas.

—Larguémonos ¡rápido! —invitó Alejandro, que aun escuchaba el agónico cántico perforar sus tímpanos… y cabeza.

Aurelio y Federico asintieron. Y Federico invitó con gravedad:

—¡Ya!

Descendieron con frenetismo. Saltaban peldaños sin importarles romperse las piernas. Cuando arribaron al piso catorce, Alejandro chilló:

—¡¿Q-Quién es ése?!

El pánico se apoderó del grupo cuando observaron hacia donde Alejandro señalaba. Estaba un hombre entre las sombras, altísimo, con un gabán negro que envolvía su silueta como si fuera humo sólido.

—¡Llamaremos a la policía! —vociferó Johanna. Una idiotez, porque la policía de Verfall rara vez respondía rápido, y sí respondía siquiera, jamás arribaría al barrio.

Si bien sintieron terror al verlo, cuando esa figura enigmática, desde las mangas del gabán, exhibió varios eslabones de cadenas con garfios afilados atados, como si fuera algún asesino de esas películas clásicas slasher, quedaron ceñidos en el horror absoluto. Gritaron afanados, desgarrando sus bocas con los chillidos de un animal camino al matadero, y empezaron a descender más rápido, casi saltando entre peldaños. En aquel momento, Alejandro desapareció después de chillar: una cadena se envolvió en su cuello desde atrás y, con una fuerza que doblegaba el peso del mundo, lo arrastró hacia la oscuridad.

—¿Dó-Dónde está Alejandro? —farfulló Juliana mientras oteaba los alrededores.

En apenas segundos, descubrieron a Alejandro colgando, igual que una decoración navideña, desde las vigas del techo con cadenas al cuello, con los garfios enterrados en los tejidos blandos provocando que la sangre emanara como cascadas estrambóticas. Parecía imposible que Alejandro estuviera muerto, pero así estaba: sucedió.

—¡Ay!, ¡mierda! —berreó Federico con un chillido casi infantil.

—¡De-Debemos ayudarlo! —clamó Lucia, quedándose hasta atrás del grupo. Señaló el cuerpo inmóvil de Federico que ondulaba de forma suave como una piñata desgarrada.

—¡No! No podemos hacer ya nada. ¡Está…! ¡Está muerto! —expuso Juliana.

Lucia rompió en llanto, distrayéndose.

Juliana intentó llamar a la policía, pero pronto el asesino se materializó detrás de Lucia sin previo aviso. Ante la vista de todos, inmediatamente le envolvió la cintura con las cadenas como los tentáculos de un calamar. Las puntas de los garfios se enterraron en la suave carne de su vientre con movimientos ondulantes que fueron desgarrando los tejidos superficiales hasta adentrarse en los tejidos más profundos, y delicados.

—¡Ay!

—¡No me jodan! —declaró Aurelio en pánico al descubrir el ataque a Lucia.

Pronto los otros gritos se aunaron. Pero no consiguieron hacer nada. Lucia fue arrastrada hacia las sombras, con una fuerza incontestable: con mayor brutalidad que, incluso, el ataque a Federico.

Envueltos en pánico, reanudaron el descenso. Y en el reposo de las escaleras del piso siete, el asesino volvió a materializarse desde las sombras, como haría un espectro de pesadilla capaz de atravesar muros, techos y suelos.

—¡¿Acaso no hay forma de detenerlo?! —chilló alguien, pero por el caos no se supo quién.

Aurelio, adelante, aceleró tan rápido que no consiguió detenerse y tropezó entre peldaños. Rodó ocho escalones antes de poder cesar la inercia y quedar frente a los pies del asesino. Levantó su mirada adolorida, para descubrir el horror….

—¡Aurelio! —gritó Federico al observar como el asesino ensartaba el garfio en el tobillo derecho de Aurelio, para después, con un ingenio demoniaco, arrastrarle en ondulaciones, con muchísima facilidad igual que haría alguien al arrastrar hojas secas, hacia las sombras. Algunos gritos dolorosos vinieron desde ahí… después solo silencio: helado.

—¡Corran!

Intentaron seguir descendiendo, pero ese asesino, como el acto maestro de un mago capaz de sacar conejos infinitos desde su sombrero, siempre estaba esperándolos en el piso de abajo, —que, si bien no se veían sus ojos, se sentían— mirándolos a través de la oscuridad de la capucha gruesa de su gabán.

Federico, Juliana, Johanna y Martín, cuando lo vieron en el piso de abajo, paciente, inamovible e incontestable, decidieron devolverse. Continuaron corriendo hasta, dentro de una habitación de uno de los pisos, esconderse detrás de varios maderos viejos apilados.

—Carajo… Carajo… Carajo… Aurelio… —lamentó Federico, musitando.

—¿Q-Qué es eso…? —preguntó Juliana, trémula.

—¡Callen! —respondió Johanna.

—El… El malnacido se teletransporta —completó Federico—. Estaba arriba… y después… ¿abajo? ¿Có-Cómo diablos es posible?

—¡Eso no tiene ningún sentido! —apoyó Martín con gesto aciago.

—No creo que sea sólo uno —refirió Johanna de repente, tratando de ser la voz de la razón—. ¿Tal vez dos?

—Lla-Llamamos a la policía…

—Nunca llegan a tiempo. Malditos… Evitan el barrio —presentó Federico con una seguridad absoluta en cada arruga de su rostro—. Debemos hallar una forma de salir y pedir ayuda a la gente del barrio.

—¡No! —lamentó Juliana entre sollozos—. ¿Involucrar inocentes?

—Entonces enfrentémoslos —invitó Martín—. Podemos organizarnos y…

Antes que Martín terminara de hablar, todos vieron cómo un garfio terminó clavado en su frente, rompiendo el cráneo como si fuera galleta, un chorro de sangre salió disparado con una presión inmensa.

Cada muerte era más brutal que la anterior, como si el acto mismo de destruirlos lo fortaleciera…

—¡Ug! —alcanzó a vociferar Martín, antes de que su rostro se torciera en un rictus de agonía.

Con una fuerza inhumana, haló las cadenas, lanzándolo por los aires y atravesando con el cuerpo el escenario. Martín parecía una marioneta de papel, ondeando las extremidades al ritmo del viento. El cuerpo, ya sin vida, terminó estrellado contra una de las paredes. Con el impacto el relleno se le salió del cuerpo, generando una obra de arte grotesca con fluidos corporales.

Corrieron aprovechando la distracción del asesino…

—Es como si se alimentara de nuestro miedo… —jadeó Johanna mientras corrían.

—Más que miedo… —dijo Federico, su voz expresada en un quejido quebrado—. Se alimenta de nuestro sufrimiento… Cómo lo decía el grafiti…

Por un momento intercambiaron miradas pávidas, tragaron saliva como si esa acción se pudiera compartir de manera inalámbrica.

Y nuevamente el asesino se materializó delante, como si las paredes y los pisos fueran meras sugerencias de un dibujante esquizofrénico.

—¡Uy! ¡mierda! —chilló Federico, que decidió arrojarse hacia el asesino con los puños en alto y al frente. Federico consiguió darle un puñetazo en el rostro, pero fue como golpear una pared de cemento. Los dedos le quedaron retorcidos por las fracturas tan terribles. Agregó con dolor y lágrimas infantiles, al descubrir ése como su final—: ¡Ayúdenme!

Si bien, cuando Federico giró su rostro hacia Juliana y Johanna, descubrió que ya habían huido, abandonándole a su suerte.

—¡Ay!, no… ¡malditas…! —lamentó antes de que su pecho terminara atravesado por dos garfios en un movimiento ascendente que, además de liberar un geiser de sangre, terminó levantándolo varios centímetros del suelo, para en el mismo modus operandi, ser arrastrado a las sombras.

Juliana y Johanna corrieron con desespero, y llegaron al segundo piso, momento en el que el asesino reapareció en medio de la escalera al primer piso. En un parpadeo no había nadie, en el siguiente: ahí estaba.

—¡Dios mío! —lamentó Juliana—. ¿Acaso no se cansa?

—Distraeré al asesino. Escapa y busca ayuda —invitó Johanna, colocando mirada decidida.

—¡No…!

—¡Hazlo! ¡Escapa! —gritó con gesto furibundo. Enarcando las cejas como dos pendientes hacia un valle.

Johanna corrió directo al asesino para embestirlo y ganar tiempo. Juliana, obligada, frunció el entrecejo con frustración, intentó negarse, pero ¿qué más podía hacer? Continuó en su carrera hasta salir del edificio, quedaron atrás los gritos desesperados de Johanna que, progresivamente, se convirtieron en susurros moribundos, para después terminar en la misma nada.

Y vio varias personas lejos, sintiendo una alegría arremolinarse en su pecho. Exclamó:

—¡Ayuda!

Nadie la escuchó.

Se preparaba para gritar de nuevo cuando algo frío, tensado, duro, la envolvió en los pies, derribándola al suelo boca abajo. Orientó su mirada para ver qué la había atrapado, para entender que aquello eran unas cadenas larguísimas, imposibles, que surgían desde el interior del edificio. Entonces creyó verle el rostro al asesino, sobrenatural: era igual que esa maldita calavera del grafiti.

—¡No! —berreó mientras era arrastrada al interior del edificio, desgarrándose las uñas contra el suelo, y terminar desapareciendo entre las sombras tortuosas.

***

Jhon, joven cualquiera, después de la clase nocturna de la universidad, viajaba en el ómnibus a través de la ruta 44, destino a casa. Miraba el panorama nocturno a través del cristal y escuchaba a través de audífonos un podcast de mitos urbanos. Jane Müller y Jacobo Enrique, reconocidos influenciadores de redes sociales, dirigían el podcast:

—Existe el mito urbano del devorador de sufrimiento —habló una mujer.

—¿Cuál es ése, Jane?

—Es un mito creciente en la comunidad, principalmente entre los jóvenes. Muchas desapariciones parecen estar vinculadas. Dicen que es una persona alta y fornida, cubierta de un gabán oscuro, que usa cadenas y garfios como armas.

—¿Cadenas y garfios? ¡Oh! Eso es nuevo…

—Sí, Jacobo.

—Y ¿cómo es que selecciona las víctimas?

—Usa un grafiti. Quienes miran la obra son cazados por esta, digámosle, entidad.

—¡Espera! ¡Espera! —habló Jacobo, sorprendido—. ¿Quieres decir que quien mira un grafiti es seleccionado como víctima? ¿Cómo es el grafiti?

—Existen varias versiones, algunas se contradicen, pero hay una, en algunos foros en el internet, que describe un grafiti de una calavera con ojos escarlata, atrás hay un valle con un lago o un río donde muchas siluetas de personas parecen estar sufriendo. Alrededor menciona: Benditos aquellos que sufren porque sus almas están llenas de delicias… Dicen que el grafiti tiene vida propia. Puede moverse.

—¿Moverse? Suena horrible.

—Lo es. Salta de pared en pared. Escuché de algunas personas, que parece que la policía está investigando varios casos relacionados crecientes. Parece que ese grafiti se materializa en diferentes lugares, sectores necesitados, abandonados, donde ocurrieron tragedias. Por eso lo conocen como devorador de sufrimiento.

«Próximo paradero: calle 63 con avenida 37», declaró una grabación femenina a través de los parlantes del vehículo. Esa era la parada de Jhon.

Jhon se levantó del asiento y presionó el botón de aviso. Cuando el ómnibus se detuvo, y abrió las puertas, Jhon salió en una parada solitaria, pero él sabía moverse rápido y con estrategia. Empezó a caminar en los andenes.

Mientras cruzaba una construcción abandonada, observó un grafiti que llamó su atención con una intensidad nociva: En ese grafiti destacaba una calavera con cuencas vacías que emitían un brillo escarlata dando una sensación de mirada. Detrás de la calavera había un valle con un lago de sangre, en el que siluetas humanas, encadenadas, manifestaban sufrimiento. Resultaba impresionante. Alrededor del grafiti se repetía una frase: «Benditos aquellos que sufren porque sus almas están llenas de delicias…».

Sintió un terrible escalofrío. Recordó las palabras del podcast y las advertencias de su abuela.

Creyó que alguien lo miraba desde las sombras como esa sensación adaptada desde la supervivencia. Con un chillido ahogado, corrió mientras rebotaba su mirada en todas las direcciones. Y en un momento chocó contra alguien robusto: pareció estrellarse contra una pared.

Jhon, trémulo, dirigió su mirada de manera acompasada para ver contra quien chocó. Había una persona con gabán oscuro adelante, desde las mangas soltó unas cadenas y garfios que resonaron como campanas fúnebres.

—¡Mierda…! —fue lo último que alcanzó a decir Jhon.

***

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Cristian Guevara (Cali, 1989) es escritor y psicólogo colombiano. Concibe la escritura como un territorio donde explorar los límites de lo real y lo imaginario. Su obra se centra en poesía y cuento, con afinidad por el suspenso, ciencia ficción y terror. Busca que cada relato genere un impacto duradero en el lector, sumergiéndolo en atmósferas inquietantes y despertando reflexiones que trasciendan la última página. Entre sus influencias figuran P. K. Dick, Chuck Palahniuk, Ursula K. Le Guin, Arthur C. Clarke, Clive Barker, H. G. Wells, Ray Bradbury, Stephen King y H. P. Lovecraft. Ha publicado en más de un centenar de revistas y antologías hispanoamericanas, entre ellas: Pactum, Dogevena, Codex Sulpurista, Albores caipell, Paladín, Inquisidor, Narrativa, Sonámbulo, El creacionista, Clan kütral, Sarape de neón, El nahual errante, La navaja extraviada, Nova talassa, Crónicas ómicron, Aion.MX, Casa Usher y Voces indelebles, consolidando su presencia en el panorama literario contemporáneo.

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