Antonio Santamaría estaba fascinado de su primer día en la feria del pueblo. Todo le era agradable en aquella atmosfera de luces que se daba entre las atracciones, muestras de vino, bailes y paseos de caballos. Había iniciado su recorrido un tanto renuente, pero conforme fue avanzando, entre el libar de alcoholes que le ofrecieron de manera gratuita, los humos lo indujeron a un carácter desinhibido. Antonio, en su día a día, vivía una vida en solitario, trabajaba en una tienda de autoservicio, atendiendo a los clientes, sin más ambición que la de llegar al fin de semana, donde se buscaba un espacio para el disfrute y la holgazanería sin salir de casa. Aquel día, sin embargo, era uno diferente, le traía sensaciones que no había experimentado y hasta la gente le parecía distinta, de carácter agradable y adecuada para la fiesta, no como los clientes que lo acostumbraban.
Se condujo por un camino de arcos, con focos que emitían una luz amarilla cálida. Seguía de cerca el desfilar de caballos, hipnotizado por su hermosura altiva y desinteresada. Llegó hasta los corrales de los Olmo, donde eran resguardados después del recorrido. Un hocico alargado salió de entre el barandal, propinándole un empujón en el hombro. Antonio soltó la carcajada y acarició su nuca que, por la posición del equino, daba a su alcance. Al buen hombre le fue difícil describir la hermosura del caballo, se quedó corto en palabras al tratar de dialogar con el animal. Era un caballo forjado por los dioses, su pelaje parecía hecho de finos hilos de oro que le daban una tonalidad tersa y metalizada. De su crin colgaban borlas doradas, que caían sobre su cuello y parte del lomo y que complementaban los atavíos con los que había sido investido como rey de los caballos.
En un cruce de miradas, al verlo directo a los ojos, Antonio fue transportado a un futuro imaginario que se dibujó en su mente. Se pensó montándolo entre caminos boscosos, se observaba desde fuera, disfrutando del recorrido en libertad. Hubiera podido ser cualquier horizonte, un atardecer en la playa, un desierto al calor del día, un camino serrano, pero tenía que ser en ese orden de caballo y jinete juntos. Un dejo de tristeza en los ojos del animal, que no era sino el reflejo de Antonio, le hizo salir de aquel sueño imposible. Acarició su costado cuando el animal viró, y lo siguió hasta verlo regresar con otros tantos, los cuales también eran hermosos, pero el elegido era aquél de color gualda que resaltaba entre los demás. Antonio se resguardó en un tramo de oscuridad, para terminar de retenerlo lo más posible en su memoria.
De regreso a su casa, la cotidianidad le habló del caballo de feria. Lo instaba en su recuerdo y hermosura. Antonio quería volver al instante donde se sentía pleno, pero era de noche y la fiesta había terminado. Por primera vez no estaba a gusto en presencia de la soledad cotidiana. Encendió la radio, a esas horas no había locutores disponibles que le dialogaran, sino música tranquila. Encendió después el televisor, le dio la vuelta a la programación y, en ausencia de sintonía, terminó por dejar un canal que mostraba las barras de color. Bajó el volumen y se dirigió a la cocina. Tomó una tabla de quesos y embutidos y una botella de vino que comprara en la feria. Así, en la soledad, bebiendo y comiendo, figuró al caballo de pelos de oro rondando dentro de su casa, haciéndole compañía y trotando. Después de varias copas le vino la idea de robar el preciado trofeo. Ayudado por la oscuridad de la noche, sería sencillo sustraer al caballo de feria, ya que conocía el sitio. La loca idea le causó mucha risa que se repitió hasta quedar dormido sobre el sillón de la sala.
Los pasos de un caballo sobre el piso lo despertaron muy de mañana. Se sorprendió repentinamente. Entonces recordó, entre lagunas, el haberse dirigido a la feria y concretado el hurto. La cabeza le daba vueltas, aquello era una locura concebida, únicamente, bajo el influjo del alcohol. Ahora que la resaca lo suplía, no se sentía como lo planeado; tener un caballo para él era una carga imposible. Lo alimentó con lo que pudo y salió a la calle, temeroso, a seguir con las labores normales. En su trabajo, escuchó la noticia de que habían robado al caballo más caro de la cuadra de los Olmos, y causaba risa entre los que lo contaban, como si fuera un imposible meterse con el hombre más poderoso del pueblo. Antonio se sentía señalado cada que se hablaba de ello, y con una risa nerviosa procuraba cambiar de tema.
Al regresar a su casa, encontró apagadas las luces de la ilusión, el escenario se había desmantelado y solamente tenía un caballo al que no podía alimentar debidamente, y que de continuar en su poder moriría. Deseaba no haberlo robado de su dueño original, el que lo avivaba y permitía sacar lo mejor de él, pero no había vuelta atrás. Por el pueblo se veía un tendido de volantes, en todos los sitios posibles, en busca del caballo, con recompensa a quien ofreciera información, además de un desplegado de gente que visitaba casa por casa. Era seguro que en cualquier momento tocarían a su puerta y sería descubierto; el morir por el acto estaba incluido.
Posiblemente, Antonio Santamaría no era merecedor de un caballo de aquel nivel y debía conformarse con nada. Hay quienes no triunfan nunca y viven para no contarlo. Aquella amistad entre caballo y jinete había llegado muy lejos, pero no daba para más. Hay quienes en un giro de suerte —hablo de gente desgraciada como Antonio Santamaría— logran un éxito repentino y su motivación confunde a los que nacieron con mala pata y apuestan por ello. Habían pasado varios días de búsqueda, cada vez estaba más próximo a ser descubierto. Santamaría no merecía siquiera un jamelgo que le ayudara a subir su estima a un nivel medio permanente y estable. Había dejado de ir a trabajar, ya que su apariencia lo delataba. En un intento por retener algo de lo que había sentido al conocer al caballo de oro, se abrazó de su cuello y cerró los ojos; con lágrimas en sus mejillas, lo montó una vez más, olvidando por un instante su desventura, y paseó altivo por su sala estrecha, entre sillones y pobreza.
Cuando por fin los toquidos alcanzaron a su puerta, en busca del caballo, Antonio Santamaría permanecía en una esquina de la sala, acurrucado y abrazándose a sí mismo. El caballo rondaba el sillón en desespero, renuente a la partida, como si adivinara que su estadía con el buen hombre había terminado; se le veía más delgado, pero conservaba su porte de rey de oro. Antonio cerró los ojos cuando observó que las sombras entraron a su casa. El patrón, Pedro Olmos, tomó la rienda del caballo, después de analizar al animal de pies a cabeza, se acercó a la esquina donde Antonio Santamaría estaba; lo vio a la cara, la de Antonio miraba al suelo. Cuando los guardaespaldas de Pedro Olmos intentaron llevárselo, el patrón levantó su mano derecha, ordenando no hacer nada contra el pobre diablo, sabiendo que menos cero y Antonio Santamaría eran la misma cosa.
***
IMAGEN
Caballo frisón en libertad >> Óleo >> Glevert Harold Sanchez Cadavid