Nunca imaginó que vivir al lado de sus abuelos desde pequeña la haría especial. Ser criada por alguien diferente a sus padres biológicos, en ese tiempo, era algo muy común. Claro, no para los hijos en cuestión, que todo el tiempo se preguntaban el porqué de esa decisión tan drástica de su vida. Lo cierto fue que, para Atziri, fue lo mejor que le pudo pasar, pues se convirtió en la hija más consentida del universo, criada con todo lo necesario, sin lujos, pero con lo suficiente y, sobre todo, con mucho amor.
La abuela de Atziri, doña Isabela, mujer de carácter fuerte, amante de la cocina y con una sazón sin igual, era la curandera del barrio, con un sinfín de procedimientos aprendidos de sus antepasados. Sin embargo, jamás dejaba que su nieta la ayudara a la hora de preparar los alimentos, no por celos a que aprendiera sus trucos culinarios, sino porque era tan rápida, desesperada y meticulosa que no aceptaba errores en sus procedimientos. Como ella decía, le hacían “ojo” a su comida y no quedaba igual. Por ello, Atziri tenía que conformarse con aprender solo observando, haciendo preguntas solamente. Sin duda, lo de cocinar era ya parte no solo de su vida diaria, sino que lo llevaba en sus genes heredados por su tan querida abuela.
Eran muchas las costumbres que doña Isabela compartía con Atziri. Ella era una niña muy inteligente y, por lo mismo, muchas de esas costumbres le parecían razonables, pero otras no. Su abuela le decía que eso pasaba por leer tanto y por ser tan buena en la escuela, pues era una chica sumamente aplicada, siempre en los primeros lugares de su clase. Quizá por ese hecho, el de leer tanto, a menudo se cuestionaba todo y pecaba de incrédula, especialmente en todo aquello esotérico y espiritual tan arraigado por su abuela, pues siempre debía encontrar el porqué de las cosas y se las ingeniaba para hallar una respuesta lógica para cualquier duda.
Doña Isabela era buscada por todos para que los curara de empacho, y Atziri se reía al ver cómo se le juntaban los vecinos para que les untara a sus hijos manteca en el estómago y les diera una buena zarandeada. Los niños terminaban con el estómago más revuelto de como llegaban, maltrechos y llorando, pero eso sí, según los padres, al día siguiente ya estaban curados. Atziri, escondida, veía eso y simplemente no lo creía, pues en su escuela su maestro de Ciencias Naturales le había dicho que eso no era cierto, que eran simples creencias de gente de pueblo y, en la mayoría de las veces, todo era producto de la charlatanería. Pero, cierto o no, a doña Isabela la buscaban seguido, para una barrida de mal de ojo o una curada de espanto, y esa era la peor, porque después del susto que te daba con el ritual que hacía, si no estabas espantado, quedabas realmente asustado y sin poder dormir por varias noches.
Pero doña Isabela era así: el ser más bueno que compartía sus deliciosos guisos con los vecinos y con quien fuera que tuviera hambre y necesidad de un plato de comida, y sus curaciones, obviamente, eran gratuitas. Ella compartía sus creencias y conocimientos aprendidos a través de generaciones, y eran simplemente para ayudar al prójimo. Quizá no eran tan certeras, pero la gente iba con tanta fe y confianza que se iban contentos y esperanzados de que al día siguiente se sentirían mejor.
Atziri veía todo esto con escepticismo, pues, como dije antes, ella no creía, y a veces tenía fuertes discusiones con su abuela. Doña Isabela le decía que había personas que tenían ciertos dones que Dios les había dado y que debían usarse para ayudar, desarrollarlos y utilizarlos para bien. Le decía: “Así como tus profesores que te enseñan y poseen talento que Dios les dio, ellos tienen la obligación de enseñar y educar. Somos un todo en este mundo y tenemos diferentes capacidades que ese ser supremo repartió a cada quien; tu deber es descubrir ese don y, cuando lo encuentres, no te detengas, utilízalo y, lo mejor: compártelo para hacer siempre el bien; es parte de conocer cuál es tu propósito en la vida”.
A pesar de esas diferencias, Atziri y su abuela se amaban mucho, y la niña hasta pensaba que su abuela tendría vida eterna, y si no eterna, al menos rebasaría los 100 años. Ésas eran sus pláticas en las tardes, antes de dormir, cuando Atziri se acurrucaba en su regazo mientras su abuela, con todo el amor que le tenía, le rascaba la espalda, acariciaba su cabeza y cepillaba su largo cabello. Ella le decía que viviría 100 años o más, a lo que doña Isabela respondía: “No lo creo, pero de una cosa sí estoy segura: cuando yo muera, te seguiré protegiendo más allá de la muerte, así de grande es mi cariño por ti, y de alguna forma siempre estaré presente en tu vida y veré la forma de decirte que estoy bien y que tú también lo estarás”.
Una mañana, su abuela amaneció un poco mal. Ese día no se levantó de la cama, cosa rara en ella, que para las 6:00 ya estaba regando su jardín y tomando café. Más tarde vino el médico y dijo que solo necesitaba reposo, pero tenía que ser absoluto, indicación que, por supuesto, no siguió doña Isabela, pues su esposo, don Roque, llegaría en unas horas de trabajar y su comida favorita tendría que estar lista.
Pasaron los días siguientes y doña Isabela seguía algo retraída, sin la energía habitual. Ella siempre había dicho a su familia que el día que muriera no quería hacerlo en esa ciudad, pues no era de allí; su lugar de origen era la ciudad de Veracruz, y siempre contaba historias de la belleza de ese lugar, de su vegetación tan tropical y bonita. Hasta el color de la tierra, decía, era diferente, tan oscura y negra, y hasta olía diferente. Por eso amaba su ciudad y añoraba el día que fuera sepultada en esa su tierra natal, su Veracruz tan amado y eternamente añorado.
Ese día, lo único que la hizo sentirse bien fue cuidar su jardín, ése que con tanto amor regaba, podaba y hasta le hablaba. Sí, porque por las mañanas podía verse a doña Isabela embelesada con sus plantas, perdida entre tantas especies de verdor en todos los tonos imaginados y envuelta en el suave e indiscutible aroma a rosas, sus tan cuidadas y amadas rosas, sus flores predilectas. Ésa era su medicina y su terapia, y parecía que sus plantas la escuchaban, la entendían y hasta le respondían, cuando con el aire se movían tan graciosamente y dejaban su aroma tan suave e incomparable fluir por todo el jardín.
El clima de la ciudad era muy extremoso y, aunque se encontraban a fines de diciembre, el calor era sofocante. Los nortes llegaban muy raramente y cuando llegaban era con heladas y muy húmedos, con esa humedad que no había cobertor ni calcetines capaces de hacer sentir que se calentaban los pies.
Ese día, doña Isabela inesperadamente empezó a hacer maletas. Había tomado una decisión rara en ella, que era una mujer que todo planeaba con tiempo. Tenía que ir a su tierra, a Veracruz; el motivo, ninguno en especial, pero ella debía viajar sin falta. Era un viernes, y si se apuraban, alcanzarían el autobús de las 10:00. Estaba dicho ya. Cuando don Roque llegó, la increpó: ¿cómo era posible que tomara una decisión así, tan abrupta? Ella aún no estaba bien; el médico le había recomendado reposo absoluto. Es más, su familia en Veracruz tampoco sabía que iban de visita. Ninguno de los argumentos la hizo cambiar de idea: ella se iría, sola o acompañada, estaba decidido.
Atziri hizo su maleta y don Roque también. Era más la preocupación de permitirle irse sola. Doña Isabela se veía bien, muy recuperada. Quizá era uno de sus raros presentimientos y podría ser que algún familiar en Veracruz estuviera mal, no lo sabían. Era muy precipitada su decisión, pero ya la conocían y lo haría sin lugar a duda, con o sin su aprobación.
Más tarde ya iban en el autobús. En el camino, doña Isabela se la pasó acariciando el cabello de Atziri, recordándole a cada segundo lo mucho que la quería. Era de madrugada y el autobús hizo una parada en la central de autobuses de Tampico, Tamaulipas. El chofer les dio 15 minutos para ir al baño en lo que subía algo de gente extra. Doña Isabela se levantó para ir al baño. Atziri estaba adormilada; eran las tres de la madrugada y estaba llegando un norte, de esos que llegaban inesperadamente. Se sentía superfrío y el aire soplaba fuerte. Don Roque le indicó a Atziri que se tapara bien, pues aunque era tarde, aún faltaba un largo camino para llegar a Veracruz. La abuela tardaba un poco en regresar. Estaba en eso cuando escuchó el nombre de la abuela por el altavoz: “Isabela, Isabela”. Estaba desconcertada cuando el chofer se acercó y le dijo que su abuela estaba muy mal en el baño. Lo único que recuerda es el fuerte viento helado de ese norte que soplaba cada vez más. Fue lo último que escuchó antes de perder el conocimiento, y no recuerda más de ese día.
Doña Isabela fue trasladada al hospital de Tampico, pero desafortunadamente no soportó el viaje. Era tanto el frío que Atziri sentía en su interior que lo único que la reconfortaba era recordar sus últimas palabras: “Yo estaré siempre contigo, más allá de la muerte, de alguna forma estaré presente y te cuidaré”. Por ello, hasta la fecha, cada vez que llega un norte y escucha soplar el viento, sabe que de alguna forma su abuela le está diciendo que estará bien, y que la protegerá siempre.
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La cosecha >> Saturnino Herrán., México, 1887-1918.
Martha Laura Silo nació en Tampico Tamaulipas, Mexico, y migró a Matamoros muy pequeña. Estudió la licenciatura en Ciencias de la Comunicación. Amante de las letras desde temprana edad, nunca escribió profesionalmente, hasta hace unos años cuando decidió que nunca es tarde para iniciar proyectos de sueños sin cumplir, y publicó un cuento para niños, “El jardín de doña Cuca”, ilustrado por su hijo autista. El cuento se encuentra en Amazon. En el 2020, tomó un taller de escritura con el escritor Jorge Caballero. En el 2024, cursó otro taller con el Profesor y escritor Rodolfo Espinoza. Participó en “Poesía en atril”, en Brownsville Texas, Festival de Otoño de los Fresnos ISD; ha hecho colaboraiones para la revista digital Elipsis Ediciones, y fue seleccionada para la Antología del Colectivo ContArte de Gorgona Editorial Cartonera.