Por Marisela Romero
Para Adriana y Pit, con infinito cariño
No te rindas por favor no cedas, / aunque el frío queme, / aunque el miedo muerda…
Mario Benedetti
Era la primera clase de Física del primer semestre del Colegio. El profesor, con acento norteño, pidió a los alumnos formar equipos de cinco; número preciso de elementos para ajustar cinco equipos. Además, para agilizar la integración, nos fue nombrando de acuerdo con la lista del grupo, de manera que no hubo oportunidad de elegir. Para hacer perfecta esta cadena de desafortunados sucesos, debimos permanecer integrados en estos equipos para el resto de nuestras clases.
Yo era el tipo de chico que nunca está conforme en ningún lugar. Tal vez la edad, el medio, no sé. Era más grande que el promedio de los alumnos, pues ya había cursado 2 años en el Instituto. Aunque esta situación de la diferencia de edades era común en este tipo de Colegios incorporados a la Gran Universidad.
Walter, el otro compañero varón en el equipo, era un chico tranquilo, de finos modales: “lindo él”, según la apreciación de todas las compañeras del grupo. Excelente en su desempeño escolar —que hacía de él un conveniente compañero de clan—. Lo más relevante que recuerdo de él, es cuando nos facilitó tomar unas fotos desde el condominio donde vivía su hermano mayor, para la clase de Redacción. Fue una de las aventuras más memorables; una de las pocas que pude disfrutar con mis compañeras. Hacíamos un análisis de uno de los múltiples contrastes en la ciudad de esos años; lugares que persisten actualmente en número y ambigüedad. Nunca había observado con sentido tan crítico esta circunstancia que caracteriza a nuestro país. Una ciudad perdida, como se le llamaba entonces a los asentamientos irregulares en medio de zonas residenciales, visiblemente diferente al condominio donde habitaba el carnal de Walter.
Francamente la zona era clase mediera (estrato social que ha desaparecido del vocabulario y las condiciones urbanas de hoy), pero no dejaba de representar una notable discrepancia habitacional. Tomamos algunas fotos desde afuera y nos dispusimos a realizar encuestas a algunos de los habitantes de la ciudad perdida. Todo iba bien, hasta que uno de los entrevistados nos advirtió que tuviéramos cuidado, que a muchos de los vecinos no les agradaba hacer de conejillos de indias para que finalmente nada se hiciera por ellos para mejorar sus condiciones de vida. Fue como una tardía profecía; los cinco volteamos al mismo tiempo hacia el fondo del predio y pudimos ver a un numeroso grupo de colonos que caminaba con firmeza y rapidez.
Nuestro profeta chafa prácticamente nos empujó hacia la salida, pero aún nos separaba de ésta gran distancia y el grupo de inconformes llegó hasta nosotros. Sin dejar de avanzar tratamos de explicarles que sólo se trataba de un trabajo escolar, sacamos nuestras credenciales vociferando frases que ya no recuerdo, nos exigieron retirarnos, amenazándonos con la consigna “si se atreven a regresar, aténganse a las consecuencias”. Sí me asusté, pero no creo que tanto como mis quinceañeros compañeros.
Después de esta excitante experiencia, nos limitamos a tomar fotos desde la azotea del burgués edificio de cinco pisos. Lo peor es que no fue un excelente trabajo y obtuvimos apenas una “B”, con el favor del maestro.
Luis, el profesor del laboratorio de Física pidió que nos presentáramos y diéramos nuestra impresión sobre la materia. Las niñas, mis compañeras de equipo, me exasperaron desde el primer momento. Como si hubieran ensayado, decían su nombre, se decían poco diestras en la materia —pero con muchas ganas de aprender—, y terminaban tratando de hacerse las graciosas y festejándose entre las tres sus ocurrencias.
Cinthya, Beatriz y Alejandra se presentaron en orden alfabético (por sus apellidos, los tres con “R”). Eran las chicas más fastidiosas que haya conocido, reían de todo, intercambiaban sus zapatos, siempre iban juntas. Se sentaban las tres en mesas para dos y nunca pelearon por un chico. Eran tan distintas y tan amigas.
Probablemente hubiera podido ser su amigo si no hubieran criticado mordazmente mi manera de ser.
—De todo te quejas—, decía una de ellas.
—Todo tiene un lado bueno—, secundaba otra.
—Si estabas tan bien en el Instituto, ¿por qué no te quedaste allá?—, remató la tercera.
En uno de mis intentos por convivir con ellas, las acompañé al centro de la ciudad, a un lugar que mencionaban constantemente, para degustar cerveza de raíz. La disfrutaban con tal alegría, que yo me esforzaba por entender su gozo, por compartir esa hilaridad, por ser tan amigo de ellas como lo eran entre sí, pero ellas creaban una especie de campo magnético, invisible, imposible de penetrar.
Incluso trataban de involucrarme en su particular júbilo cuando en el metro cantaban como si nadie las viera y yo parecía foco incandescente por la pena que me causaba su comportamiento tan franco y despreocupado. Cantaban y reían sin parar y yo las odiaba. Las odiaba y envidiaba su alegría, su lealtad, su amistad.
Por un amigo común, supe que continuaron su amistad. Siguen reuniéndose. Testigos una de la otra del nacimiento de cada uno de sus hijos, de sus amores y desamores, de sus pérdidas. Comparten las fotos de los momentos en los que no han podido acompañarse físicamente. Comparten sus juveniles recuerdos. Y ríen, ríen frenéticas en cada encuentro, por cualquier motivo.
No puedo creer que después de 31 años hayan conservado el extraordinario vínculo que crearon estas tres mujeres —amigas hermanas—, tan distintas una a otra, tan igualmente imperfectas, tan potencialmente felices al estar juntas.
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