Por Roberto Marav
Yaces sobre la intimidad desierta
y estás de mi alma desangrada.
A través de ti y hasta el fondo de ti,
más allá de la carne y de los sentimientos,
inserta llevas la filosa hoja de mi olvido.
Amor, levanta tu muerte y anda
sobre las piernas dolorosas del cansancio.
Ven hacía mí y desnuda tu…
¡Tú que fuiste espejo e imagen de alba!
Yo que fui voz e invento y semejanza,
que fui aparente reflejo.
Tú que especulaste la sombra en el aire
excluyendo la figura del anhelo.
Yo que fui contemplación y desesperanza.
Yo que soy exasperación y desaire.
A mi modo iré descubriendo
otra vez el alma mía.
Mi alma atravesada de tu indiferencia.
Como niños que tientan su rostro
huiremos del terreno venerado
e iremos dando pausa
a las respiraciones de la ausencia.
¿Quién serás tú, amor?
¿Qué rostro nos ofrecerás en las soledades?
¿Serás nuevamente identidad y aliento?
¿O repetiremos el aspecto de la agonía?
Tu espíritu desnudo aguarda
enredado entre sedosos descuidos
y nuestras manos quieren alcanzarte
sin abrir los ojos.
Pero la mirada sabe que hay que sortear
y deshacer nuestro cobijo
para penetrar tu existencia.
¿Volverás a ser amor mío?
¿Me buscarás en alguna alborada?
¿O he de partir de pena en pena en busca de una causa?
Perdido de ti, miro mis pensamientos
y te vislumbro reiteradamente
en el fondo doloroso de la noche.
Te pienso
y te extraño en mi extraviado nombre
que me has negado.
Y la tristeza y la melancolía se debaten
con las furias e irresistencias.
En este instante, logro ver
y soñar
tu rostro:
Renaces en el fervor de mi sangre
y tu espíritu levanta el vuelo en mis palpitaciones
para invocar nuestro nombre.
Mientras el cielo estrellado
va construyendo los designios
impredecibles y deseables.
Amor.
Amor mío.
Amor a ti…