Por Eleuterio Buenrostro
La primera intención de un torero es provocar al toro para generar un espectáculo sorprendente. El traje de luces encierra a una bestia, una que corrompe su alma, condenándola a los infiernos, para ser admirada y odiada al mismo tiempo. El cielo conviene en gloria y el ruedo es la tierra sagrada sobre la que se borda la mejor de las fiestas. Para dominar un buen toro es necesario una bestia mayor. El torero deja de lado el dolor de ser humano, para convertirse a sí mismo en poesía, en imagen y simetría de un dios menor en acecho de otro dios menor. Muy pocos saben de esa simbiosis en la lucha.
Cuando Dios hizo al mundo se volvió tauromaquinal y entonó su palabra para describir su creación. Su filosofía entonces, fue la de erigir sin juzgar, dejarnos ser después de colgar sus leyes, siendo sordo a oídos que claman y fiel observador desde su trono. Y henos aquí ahora disfrutando de sus posibilidades, entre ellas, la de mostrar lo encarnizados que podemos llegar a ser como humanos, hechos de espíritu y tintos en sangre.
Las historias entre toros y toreros se cuentan por montones, podría exponer las reñidas por el ciego Borges con su garbo, o las de Florencio Cortázar quien dio la vuelta al ruedo exaltado en fílulas de cariaconcia que tiraban a su paso. Al ver el rostro, en ellos, se duda en saber quién ha sufrido más, si la bestia humana o el culto animal. Hay en quienes su simbiosis es tan marcada que no se reconoce diferencia.
Mucho se habla sobre la desventaja del toro, que no tiene libertad de elección, de que no se le deja terminar con el torero cuando le gana en mañas. Aquella alma quizá no quiso nacer toro pero su culpa no es el torero sino su karma que arrastra para ser cobrada un día y una sola vez en su vida. Debe saberse qué hay un cielo para ellos, más eterno que el de los toreros mismos, donde también hay religión, filosofía, belleza, vida y muerte para ser exaltado.
Ya lo dijo el Píndaro Cordobés, sobre el ruedo, “Busco mi gloria al extinguir mi espada / en tu cuerpo de espíritu fogoso / tus venas dan lo generoso / para mi vil alma rescatada”. No entiendo de otras faenas en Góngora, pero ésta, ¡qué bonito se escucha!
Uno hay enaltecido, de los tantos, del que dijera el cronista Cesar Leante: “quiso evitar la repetición de evocar la crueldad y el dolor expresado” en dos corridas espectaculares. Se refería a la del llano encendido después de tremenda actuación y la de los ruedos de Pedro Páramo, aunque el mismo Nepomuceno Pérez, al que refería Cesar Leante, lo negara afirmando que desde la muerte de su tío Celerino, no pudo aspirar más alto.
Ciertamente, sólo dos rituales taurinos tuvo Nepomuceno Pérez, con la diferencia de que Nepomuceno, señoras y señores, es el Toro indultado; un portento que sobrepasa al torero. ¡Qué grande es usted Nepomuceno! ¿Está usted vivo, Nepomuceno? ¡Dígame, Nepomuceno! ¿Está usted vivo? Está vivo y nos responde con ecos de un Toro que conoce de desolación.
Admitámoslo, todos hemos expuesto nuestro espíritu con alguna faena que nos ha hecho evocar el arte, la pasión, la música y la muerte; haciéndonos creer que la belleza existe más allá de la vida para renacer.
Yo en esta vida tengo miedo a expresarme, a intentar la corrida perfecta, mientras leo el semblante de Nepomuceno que “dolorosamente disfruta”, como dijera Dehesa, y me incita a intentarlo. Inmerso en este miedo, veo a toros y toreros que se debaten en lucha, y yo desde la barrera, justificándome y perdiendo credibilidad al exponer mi falta de valor. A mí, personalmente, no me gustan las corridas de toros, pero mi alma está posicionada en medio de este ruedo oscuro que es la vida y me exige afrontarla.
La primera intención de un torero es provocar al toro para generar un espectáculo sorprendente.
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IMAGEN
Banderillas >> Óleo sobre lienzo >> Miguel Ángel Morales Hernández
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