Por Alberto Curiel
En una provincia del país se asentaba un hombre que gozaba de tranquilidad y poco tiempo libre. Trabajaba la tierra, tomaba el sol, leía el diario que llegaba a su morada una vez cada dos meses.
El hombre jamás había estado enfermo, comía lo que producía y también bebía el fruto de su pequeño viñedo. A veces pensaba en viajar, no conocía nada más allá de unos kilómetros a la redonda, quería ir a los confines del planeta, visitar Australia, no sabe qué es eso, en la sección de internacionales de su diario bimestral había leído sobre esa tierra lejana, poco poblada, con animales exóticos como canguros y koalas. Para llegar ahí hacía falta viajar incontables horas en barco, nunca había visto uno más que en fotografías poco lúcidas, se preguntaba cómo es que esos objetos podían mantenerse a flote.
Don Aurelio disfrutaba su soledad, y a veces también la padecía, no tendría para qué ocultarlo. Era un ganadero, un agricultor que vivía solo con sus vacas, su diario bimestral, su realmente minúsculo viñedo, compradores que lo visitaban cada que estaba lista la cosecha, explotadores que le ofrecían muy pocos centavos por su trabajo. Algunos de ellos eran dueños de empresas en otros países, como la bella Escocia, eso cree, tampoco sabe dónde esté ese pueblo, solo lo ha oído caer de los labios de un hombre pelirrojo que le compró una vaca por tres pesos.
Don Aurelio caminaba diez kilómetros para asistir a la iglesia más cercana, vetusta como él, solitaria como él, con uno que otro feligrés que acudía de vez en cuando, como él. Para llegar al pueblo más cercano tenía que caminar treinta y dos kilómetros, eso cree, treinta y siete mil setecientos ochenta y dos pasos, más o menos, a veces los contaba; sabía contar y leer el lenguaje europeo.
De niño trabajó como servidumbre de un adinerado español y sus hijos, fue a la primaria, terminó hasta el cuarto grado, cuando los españoles tuvieron que volver a su lugar de origen; fueron expulsados del país, como muchos en aquellos tiempos.
No conoció a su padre; su madre, quien también trabajó como servidumbre de los nobles españoles, murió cuando él tenía doce años.
Don Aurelio cargaba bultos, repartía periódicos, recogía basura para subsistir. Intentó participar como servidumbre en los años postreros, con dos aristócratas que hablaban de la alta cultura, por separado, por supuesto, empero, aquellos que conoció como patrones por una sucinta temporada lo golpeaban, le dirigían la palabra para ordenarle un quehacer, la mano para señalarle el lugar de trabajo, y la mirada… la mirada nunca. Escapó.
A veces extrañaba a don Fernando, su primer patrón, él no lo fustigaba, lo auxiliaba en las labores de la escuela, que resolvía junto con sus hijos, los rubios permanentemente sonrojados, el verdadero tesoro del patrón, no sus propiedades, no sus hectáreas de tierra, no sus animales, ni sus casonas en España.
Su madre también estimaba a don Fernando, pagaba los mejores sueldos de la región, 28 centavos al mes; otros patrones no pagaban nada. Su madre fue esclava, eso decía, eso dicen, que antes no se era libre, el agricultor era esclavo, los de piel de bronce y habla extraña no tenían derecho a hablar.
Don Fernando le permitía a él y a su madre desayunar en su mesa, después de que él y sus hijos hubiesen terminado, nunca juntos; él extrañaba a su esposa muerta, eso creía don Aurelio al observarle mirar su retrato durante el mediodía, supone que si él hubiera tenido esposa o al menos una novia también la hubiera extrañado.
Don Aurelio vivió en las calles durante años, cobijándose con la paja de los graneros a los que se introducía intempestivamente, bajo los árboles o bajo la luna. Comía pan, bebía agua. A veces se aguantaba el hambre, pero la sed nunca, su sed era saciada en los riachuelos, charquitos con lodo o con la reposada lluvia.
Fue entonces cuando llegó Juárez a maniatar a los jerarcas católicos, a dividir al país con su guerra de tres años. Dicen que eso se puso tan peligroso como en la misma década de la independencia, pero él no lo sabe, no había nacido en 1821. Había quien quería huir del país porque decía que los gringos iban a regresar y ahora sí nos invadirían completos, no como en el 46. Había quien quería luchar por devolver el poder a la Iglesia, unos querían matar a Juárez, otros lo alababan. Él huyo, no participaría en guerras, ni por el bosquejo de un Estado, ni por Dios, creía en Dios, pero creía más en su vida, ¿qué le había dado la Iglesia para dar su vida por ella?
En aquellos días era sencillo desaparecer, hacía falta guardar el suficiente silencio, permanecer quieto, o moverse, pero muy despacio, casi reptando por los campos yermos, saludando ignotos suelos, e invadiendo suelos vírgenes.
Don Aurelio se perdió en sí mismo por eones, de pronto ya no fue tan joven, olvidó en parte que había otros y que había huido en línea recta. Olvidó que existía el campo y los animales, que había vida más allá de sus mullidos pies que al tacto se petrificaban, olvidó que había guerra y hambre, desatendió su silueta y el calor del sol, ignoró su cuerpo cansado, pero la sed nunca.
Se aproximó a un río como cazador a su presa, y cual leño se dejó arrastrar por abismos líquidos para saciar su sed de huida infinita que había comenzado desde la partida de su madre.
En el camino río abajo miró a Don Fernando, entre el panorama vidrioso que se aprecia al sumergirse y abrir los ojos oteó a los niños rubios, a los antiguos patrones con el fuete recargado en sus espaldas, se sintió caer libremente por cascadas solitarias, sin peso, nada poseía; cerró los ojos.
Un líquido pastoso quema la lengua de Don Aurelio, despierta abruptamente, ha dormido durante tres días desde que fue encontrado, él no lo sabe. Una mujer intenta alimentarlo, parece alegrarle verlo despierto, levanta la voz y proclama imperiosamente un nombre.
Don Aurelio fue adoptado por una familia, ha regresado a su primera juventud, trabaja la tierra, hace los quehaceres, come una vez al día, recibe golpes, y la mirada… la mirada nunca. Fue encontrado a orillas de un río por el esposo de la mujer que le brindó sopa y su pequeño e insolente hijo. Fue sanado y puesto en engorda para servir, con un fusil en la espalda que le observa siempre con su único ojo, en medio de la nada. Piensa que tenían razón aquellos que dicen, que decían, que los de piel de bronce y de habla extraña no estaban destinados a ser totalmente libres.
Don Aurelio resistió años de insomnio obligado, de voluntad agazapada y pies de piedra. En aquellos días se podía desaparecer fácilmente, no tenía papeles, y los retratos eran un privilegio reservado para esos que podían ajar la piel ajena con un fuete, dormir y disfrutar del dinero que brotaba del trabajo de otro.
Para tomar lo que merecía solo le hizo falta moverse despacio, ocultarse bajo el cobijo de la luna, deambular ventosamente a través de la oscura oquedad del hogar que lo había acogido como esclavo. Cegado por la negrura de su convicción, don Aurelio tomó el mosquete de su último patrón, dispuesto a no respirar los mismos aires, esperanzado en renacer como ave que planea impía sobre el páramo y la floresta; procedió a liberarse.
No trabajaría más para aquella familia acomodada que vivía en la solitaria casa, no soportaría los berridos del petulante infante, no alimentaría a las vacas con la permanente incertidumbre que escampa con el discurrir de las horas que se respiran en carestía, no miraría al capataz gozando de su pequeño viñedo, leyendo el diario que recibe debido a la suscripción bimestral que contrajo, desaparecería para siempre el extranjero pelirrojo de patria lejana que compra ganado a bajo precio y visita a la patrona cuando el marido se va de juerga. No habría más, nada de eso, no más piel de bronce apagada, ni voz con sordina.
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