OBJETIVO CERO ACCIDENTES

por Eleuterio Buenrostro

Por Eleuterio Buenrostro

El inicio del milenio pintaba mal para la ciudad que capturó el sol. De la noche a la mañana una decena de maquiladoras coreanas cerraron, dejando las naves industriales vacías y a miles de desempleados confundidos a la hora de checar tarjeta. Al tiempo que los empresarios huían por la puerta chica, Francisco Falquez Lasso arribaba cargando una maleta, un ordenador y su amplio conocimiento en cuestiones de negocios. El mes de julio, del dos mil uno, lo recibió calurosamente, pero la determinación de Falquez soportaba por encima de una ciudad que, además del clima extremo, la anticipaban desértica, polvorienta y mal oliente. Afrentado por un divorcio extenuante, estaba decidido a todo, eso incluía resistir los embates por venir.

Nacido en Monterrey, Nuevo León, Francisco Falquez Lasso procedía de un prestigioso linaje de empresarios. Sus familiares y amigos optaron por ayudarlo en la ruina generada por el divorcio, pero enérgico en determinación, y debido a que lo poco que le quedaba, era lo mucho que necesitaba, aprovechando el desequilibrio por la crisis, compró una nave industrial en la frontera, se hizo de un contrato en la fabricación de tarjetas electrónicas e intentó comenzar de nuevo.

Al arribar al galerón principal, de lo que sería su nuevo negocio, la ausencia de maquinaria —a la par del material humano—, incidieron en su sentir; la aglomeración de vacío era insoportable a esas alturas. Un olor agradable, distribuido en el ambiente, agitó su pensamiento. Antes de dirigirse a la que sería su oficina siguió el rastro que condujo a un sitiado, dentro de la misma fábrica, de menor tamaño, que fungía como comedor. Al abrir la doble puerta de acceso, Jennifer Lepes ya estaba allí. Seleccionaba ingredientes de una canasta, cuidaba de una sopa de arroz sobre la estufa y disponía, dentro del horno, el contenido de un tazón sobre una charola; todo con precisión de cocinero. Desde un principio se supo observada, pero permaneció cautiva. Falquez Lasso tomó asiento en una mesa dispuesta. Al cruzar miradas sonrieron. El empresario intentó iniciar la plática, pero Jennifer lo silencio, poniendo el dedo índice sobre el volcán que formaban sus labios, y lo obligó, a señas, a que comiera del plato acabado de servir.

—Supongo que usted es el señor Falquez —inició la hermosa mujer.

—Y supongo que usted es Jennifer Lepes, de recursos humanos.

Lepes afirmó con un gesto, remarcando la mueca de la sonrisa.

—Estoy sorprendido por su habilidad para cocinar —atinó Falquez.

—Antes de enrolarme en la manufactura de personal, tenía el sueño de ser una gran chef —agregó—. Pero las aspiraciones de los comunes, raras veces se logran cuando la necesidad se impone.

Al contarse entre los comunes, Jennifer Lepes marcaba la diferencia en la formación de Francisco Falquez que lo sabía culto. La dama había soportado dos desplomes de la empresa, y llevaba dos matrimonios fallidos a su haber; se mantiene vigente por instinto de conservación. Le fue metiendo entre ojos, al diligente de los negocios, la necesidad de integrar una lista de trabajadores que llevaba consigo, mientras el buen hombre degustaba arroz, pollo con calabazas y espárragos al horno; una vieja receta de familia. A la par que masticaba el arroz, el señor Falquez imaginaba a los empleados sirviendo a la empresa que la astuta mujer le imaginaba. Cuando Jennifer supo de las intenciones de sus jefes anteriores, ayudada por unos cuantos desmontó la maquinaria básica y le dio resguardo en una bodega prestada; la huida de los altos mandos no permitió que notaran los faltantes y era seguro que no regresarían por ellos. Falquez la dejó hablar con regosto, lo que mostraba en conocimiento era lo que necesitaba para su deleite. Antes de terminar de comer, le ofreció el puesto de subgerencia, sin pensarlo, y a pesar de que había prometido no enrolarse en los accidentes que portar un corazón conlleva, le abrió el suyo, diciéndole que la necesitaba también a su lado, como compañera sentimental.

—Comprendo su propuesta, mas no la justifico —dijo Jennifer—. Los corazones rotos son propensos a encontrarse y a entremezclar tragedias —agregó.

—¿Qué significa eso? —preguntó Falquez al percibir riesgo.

—Que lejos de mantenerse salvo, conmigo corre peligro.

—Si cada quien hace lo que debe, estoy seguro que podemos lograrlo —insistió.

—Eso lo piensa porque no sabe que lo que más me gusta cocinar son corazones —dijo apuntando con un cuchillo hacia el pecho de Falquez.

—Nunca permitiré que llegues a ser la gran chef que soñaste entonces —aseguró sonriendo.

Jennifer respondió con una sonrisa pícara, enaltecida por su belleza.

A los meses el monstruo maquilador caminaba ascendentemente en las gráficas de producción. Sobre su lomo, y como era de esperarse, en un día frío de diciembre, y bajo mutuo consentimiento, Jennifer Lepes y Francisco Falquez Lasso firmaron el contrato que ahora los une, y unirá, hasta que la muerte los separe.

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