Por Antonio Rangel
Valorar demasiado lo útil es una forma de puritanismo. Yo que soy un hedonista tengo en baja estima las cosas útiles o la utilidad de las cosas. Por ejemplo, una cuchara me parece mucho más valiosa cuando luce ante mis ojos como una mano inmóvil y brillante porque me lleva a imaginar a un homúnculo de acero que ha perdido su brazo, y menos valiosa se me hace cuando se usa sólo para comer, como si no existiera.
Si creyera que lo útil lo es en tanto que construye mejores personas, no podría criticar lo útil. Pero lo que la mayor parte de las personas considera útil es algo diferente: un conjunto de acciones u objetos que dan beneficios prácticos y económicos, para ganar tiempo y dinero, por lo menos en apariencia. Los teléfonos inteligentes y demás aparatejos son una constante pérdida de tiempo y dinero, pero tienen reputación de útiles.
Lo que tiene reputación de útil en nuestras sociedades es la ilusión de poder realizar más actividades en menos tiempo, con la posibilidad de ganar dinero. Lo útil es útil en la medida que nos ayuda a pensar menos y a actuar más, o en otras palabras, a vivir menos como humanos y más como animales trabajadores. Por el bando de la utilidad juegan el despertador, el reloj y la agenda; los reportes, las estadísticas y los protocolos; la solemnidad, el dios Apolo y la apariencia de gravedad. En general, lo que se tiene por útil no nos hace mejores personas, sino bestias eficientes.
Lo que nos humaniza es gozar la inutilidad de las cosas. A pesar de que, en términos absolutos, no existe ninguna cosa inútil. Ya que se suele atribuir utilidad a lo inútil, por ejemplo, afirmando que el juego ayuda al desarrollo de la sociabilidad, que los besos contribuyen al sistema inmunológico, que mirar el horizonte mejora la vista, y muchas otras formas de justificar a quienes nos gusta perder el tiempo y que lo perdemos con plena conciencia de perderlo y sin sentir culpa.
A mí muchas obras literarias me parecen útiles en el sentido de que humanizan, pero ciertamente leerlas no sirve para ganar tiempo ni dinero. Pero es posible que gracias al contacto constante con la literatura se descubra que ahorrar tiempo es inútil para no morir y que el dinero es inútil para volver oceánicas las ganas de estar vivo. ¿En qué consistiría entonces la utilidad de lo literario? No quisiera cansar a nadie con una lista de los beneficios de la literatura, así que seré conciso: desarrolla la imaginación compasiva; da noticias de la anchura del mundo, pasado y presente; hace de las palabras, relámpagos neuronales que abren misteriosas puertas; ofrece íntimas experiencias, la amistad entrelíneas; nos acostumbra a la sonoridad más agradable del habla; y nos incita a responder, a continuar un diálogo de siglos, así como a valorar nuestra vida por la posibilidad de poder contarla.
Por eso no asiento cuando alguien sostiene con desdén o con orgullo que la literatura es inútil. Para los semovientes es inútil, para la humanidad es fundamental. Sin embargo, desconfiaría de quien sostuviera que la literatura debe ser útil, o reflejar la verdad o el espíritu o el cosmos o lo divino o la belleza o el arte o la ciencia o el compromiso social o el amor, o cualquier otro supuesto metafísico.
No. En mis libreros no pienso discriminar a los escritores que desdeñaron la utilidad, a los que quisieron contar una historia sólo porque resultaba entretenida, a los que quisieron describir la intensidad de un momento intrascendente, a los que juntaron por puro gusto algunas palabras, a los que se dejaron llevar por el ritmo y las moscas que aleteaban cerca. Lo cual no significa que no lea a los otros, a quienes sí pensaron que estaban haciendo la gran historia de amor, la gran historia de la revolución social, la gran historia del hombre buscando a Dios, la gran historia de la gran Historia. Pero que los lea, no quiere decir que les crea. Lo mejor que pudieron haber hecho es unir con armonía palabras precisas.
Hay quien me reprocharía que yo no sé de símbolos ni de significados, que las palabras valen por lo que significan, no por lo bonito o feo que suenen al fundirse en una frase. Pero tal crítica sería puritana, es decir, utilitarista. Si en algo coinciden el puritanismo y el utilitarismo es en la idea de que importa más el fondo que la forma, que el placer no vale por sí mismo y que todo disfrute debe tener algún objetivo.
Para mí la literatura como el sexo debe juzgarse sin puritanismo, en otras palabras, si no concebimos que el sexo sea bueno por generar utilidades, tampoco la literatura debe juzgarse por los beneficios que traiga. Tanto el sexo como la literatura pueden gozarse sin pensar en sus fines. Esta es una postura hedonista, cierto. Tal vez peco de pecador, pero prefiero pecar que ser puritano y creer que sólo deben leerse los clásicos o las obras canónicas o los libros certificados con premios o con reseñas que alaben su contenido.
Hay literatura que no enseña nada ni sirve para otra cosa que para disfrutar. Pienso en el Decameron y Gargantúa y Pantagruel, algunas obras de Cervantes y Shakespeare, o nuestros jóvenes abuelos: Gómez de la Serna, Cortázar, Nicanor Parra. Por supuesto, en algún momento se ponen serios, también los mejores escritores tienen párrafos, escenas o versos malísimos. Se les perdona.
En mi opinión, hay que aprender a disfrutar, no sólo aprender a comprender y a criticar. Nadie, supongo, quiere tener frigidez literaria.