Por Alberto Navia
A dentelladas se esconde entre mis huesos, /sus colmillos y garras me siguen incansablemente. Augusto Rodríguez
El inquilino que vive en mí.
Que me habita.
A veces oigo sus tenues pasos.
A veces no lo son tanto,
como si arrastrara un sillón pesado.
Y me despierta,
abro los ojos, me obliga
a sentir este pánico de sabor amargo.
El inquilino que me habita
duerme conmigo.
A veces sueña por mí,
a veces sueña conmigo.
Se alimenta de mi vida, me usa:
para sus reflejos,
para sus propósitos,
para trasmitirme sus ansias, sus sensaciones.
Sin pedir mi permiso.
Sin mi autoridad.
Hay quien me dice que soy yo mismo.
Que realmente no hay nadie
dentro de mí.
Sólo yo sé que no es cierto,
que loco no estoy.
No nos conocemos.
Jamás nos hemos visto,
pero él sabe y
yo también lo sé
que estamos, él adentro,
y yo aquí.
Mi interno habitante descubre
mis secretos y,
a veces, los pone a danzar al centro,
en público.
Sin importarle mi vergüenza cuando,
a pesar mío, dice palabras soberbias
o términos envilecidos
o en las ocasiones que sale por mis ojos,
sin consentimiento,
su lujuria.
Y hace danzar mis ojos
y hace arder mi vista.
Sin pedir mi permiso.
Sin mi autoridad.
¿Me escuchas?
¿Puedes verme?
¿Sigues allí?