Por Iván Dompablo
Muerto en vida y resucitado bajo el influjo de la blanca luna había cifrado en un beso todo su deseo, todas sus esperanzas.
—Cierras los ojos al besar— había preguntado él.
—¿Tú no?—había sido la respuesta, quizás algo desencantada, de ella.
Sus ojos lo turbaban y a la vez lo seducían, era como contemplar los vestigios del nacimiento del universo, millones de galaxias ahí dentro lo hacían sentirse el ser más insignificante del cosmos, un puntito vano y sin sentido. Pero el abismo lo citaba, además —y esto era lo más importante, lo que le daba esperanzas— estaba seguro de que en sus labios encontraría la respuesta a su existencia, boca de Krishna pensaba al mirarla, seguro de que en ella se concentraba el universo, en los ojos solo permanecían los ecos del momento inicial, pero su boca era la totalidad, la culminación, el punto del cual asirse ante la caída que provocaba su mirada.
Sólo una vez había sentido su labio, un simple roce con la punta de su dedo y una quemadura, una llaga ardiente y suave seguía latiendo en él.
No bastaba, el deseo no sabe resignarse. A su lado y en un momento de debilidad la tomo por la barbilla.
—No cierres los ojos— pidió él.
La sintió temblar; al tenerla tan inmediata, por vez primera se encontró con otra mirada, parecía triste: como si fuese a llorar, trató de besarla, pero sus labios no alcanzaron a asirse. Antes de comenzar a caer infinitamente, comprendió la mirada.