Me contrataron para trabajar en el hospital por allá del 2005. Fui el único hijo que mi madre logró estudiar, cursé una carrera técnica de Administración de Empresas Turísticas durante el bachillerato en el CONALEP; mis notas nunca fueron brillantes y con más penas que gloria logré terminar. Mi hermano Rubén nada más llegó hasta la primaria, siempre fue muy renegón y nunca le gustó la escuela, pero salió buenazo para los business; cuando tenía dieciocho, se compró su primera nave, un precioso Jetta A4 color azul imperio, ya tenía esposa e hijos, y comenzó a fincar un terrenito que se compró por la zona alta de Atlazoloapan de los Magueyes, a un lado de la cañada. No mucho tiempo después, se lanzó para regidor, y ganó, la hizo en grande, se buscó otra novia, con nuevos hijos; hizo montones de dinero, y de ahí no lo volvimos a ver.
Esteban, por otro lado, no tuvo tanta suerte. También llegó hasta sexto de primaria, pero al segundo bimestre, le dio varicela; una noche, le agarró una fiebre horrible y convulsionó en varias ocasiones, no había gran cosa que pudiera hacerse. En aquel entonces, no contábamos con hospitales en la región, y mi mamá lo único que atinaba era a bajarle la calentura con compresas de agua. De ahí pal’ real, quedó tarugo. El padrino Arquímides le compró una góndola de bicitaxi, y mi mamá le sacó una bicicleta de montaña en Coppel. Con el tiempo, ése fue su sustento y su casa; literalmente vivía en su bicitaxi. Un día, fue a dejar un viaje a San Gregorio La Tolvanera, y de ahí no lo volvimos a ver.
Cuando llegó el Seguro Popular, el gobierno construyó un hospital chiquito en la zona de La Cañada, y cuando se aproximaba la fecha de apertura, se tuvo que posponer varias veces porque no conseguían el personal. La gente de Atlazoloapan es muy pobre, rural y campesina, muy pocos tienen estudios, y la mayoría con trabajos apenas sabe escribir y leer. Así que cuando me ofrecieron trabajo, literalmente, me lo vinieron a ofrecer a la puerta de mi casa. Llegaron en Jueves Santo, tocaron a la puerta de la casa de mi mamá que era donde yo vivía en aquel entonces. Cuando abrí, divisé las figuras toscas de cuatro hombres de traje, todos percudidos por el polvo de las calles sin pavimentar, todos con bigotes despeinados y cacles muy viejos de los que brotaba un olor muy fétido e intoxicante; tres de ellos eran panzones y el cuarto tenía una pinta cadavérica como la de los diabéticos cuando ya están muy mal.
Esos hombres eran Julio Rascón, el regidor de salud, Mariano Meza, el director del hospital, Parsimonio González, representante sindical, y Plutarco Echeverría, el más flaco de los cuatro, líder de la cooperativa de taxistas “Dr. Ernesto Ché Guevara”, afiliada al Partido del Trabajo. El motivo de su visita, expusieron, era porque habían estudiado muy bien mi perfil y era el candidato idóneo para ocupar una plaza administrativa en el Hospital del Bicentenario “Heroína de Nacozari” (bautizado así por políticas de la equidad de género).
No entendí muy bien cómo un técnico en Administración de Empresas Turísticas era ideal para trabajar en un hospital. Al principio, me pareció una mala pasada, como aquélla que se le ocurrió, años atrás, a don Juvenal Rascón, hermano de don Julio, entonces regidor de Cultura, Deporte y Educación, y cuya ocurrencia fue crear la carrera técnica de Administración de Empresas Turísticas en el CONALEP, según él para “reactivar” el turismo en la región. ¿Reactivar? Pensé en ese momento en retrospectiva: “pero si el turismo en la región jamás estuvo activo”. En esos lares, no había nada interesante ni bonito que visitar, salvo para los fanáticos de las carboneras, las ladrilleras o la pobreza.
Cada uno me lanzó una perorata de por qué debía trabajar para el gobierno; todos excepto don Plutarco, quien parecía que con su sola presencia ya estaba haciendo una labor de convencimiento descomunal. Les dije que debía pensar mi decisión, que el lunes tendrían noticias mías. Me dijeron que no había mucho que pensar, y se fueron de ahí con un dejo de recelo y desaire.
Mi madre, quien escuchaba detrás de la cortina que separaba lo que era la sala de mi habitación, me reprendió severamente por desdeñar la oferta, me dijo que Martín, un taxista que era su novio de turno, había hecho muchas diligencias en el Partido del Trabajo y en la cooperativa para que me consiguieran un puesto en la administración pública, y luego me dio un ultimátum, asegurándome que no tenía de otra porque Martín le había propuesto llevársela a México a probar mejor suerte y, por tal razón, en un par de meses le vendería la casa al padrino Arquímides, y que yo tendría que ver por mí. Y, en efecto, lo cumplió. Un domingo de junio, subió al taxi tres cajas de huevo en las que guardaba sus efectos personales más indispensables, me dio un beso en la frente, y luego me santiguó, abordó el Tsuru destartalado de Martín, quien, a manera de despedida, me pintó el dedo, y se marchó. Y de ahí no la volvimos a ver.
Así que después de que mi madre me reconvino, reconsideré mis opciones y me convencí de que los cuatro hombres trajeados, hasta cierto punto estaban en lo cierto, pues había muy pocas personas en mi pueblo suficientemente idóneas para desempeñar un cargo en el gobierno, y por tal razón, el lunes siguiente me apersoné en la oficina de don Julio, quien me recibió con adusta deferencia. Me llevó de modo déspota con don Parsimonio, y ahí firmé mi contrato como mensajero de hospital.
Trabajé en ese puesto exactos cinco años. Al principio, las cosas eran muy buenas, hasta nos daban uniformes, pero después de un par de años, aquello se acabó, y teníamos que llevar nuestra ropa de civiles. Las diligencias no eran complicadas, pero eran muchas, y básicamente consistían en entregar y recoger correspondencia oficial desde el hospital a las oficinas de la Secretaría en la capital del estado, o llevar oficios, circulares, minutas y contratos a los hospitales aledaños, a los centros de salud, a las oficinas del regidor y demás instancias gubernamentales.
Durante esos años nunca hice uso de mis dotes profesionales, así que el puesto bien lo pudo haber desempeñado alguien que apenas pudiera leer y escribir, pero la verdad era algo que no podía ni quería dejar. Desde la partida de mi madre, no tenía parientes en Atlazoloapan más que el padrino Arquímides, y no por mucho tiempo, porque una tarde de Corpus, lo levantaron los muchachos de don Isidro, un usurero muy gandalla al que el padrino le debía mucho dinero, y de ahí no lo volvimos a ver.
En fin, un 27 de diciembre, mientras dormitaba en la covacha de Transportes del hospital, sonó el teléfono y, al levantar el auricular, escuché la voz de Isolda. Me dijo que de manera urgente, debía llevar un oficio al Psiquiátrico de San Gregorio. La verdad, aquella diligencia me venía muy bien, los últimos días no había mucho que hacer; era fin de año y, por lo regular, el trabajo en esas fechas era escaso y las jornadas muy tediosas. Me apresuré a salir, recogí el oficio, lo metí en mi carpeta de mensajero, y me di prisa por largarme de ahí, un poco de calle era mejor que el aburrimiento de la oficina. Al poner los pies en la calzada, me di cuenta de que había dejado mi chamarra en la covacha. En ella, llevaba mis bolígrafos y mi credencial del trabajo, pero no importó. En mi cartera llevaba mi credencial de elector, y ya con eso me podría registrar en la caseta del manicomio.
Me tardé alrededor de cuatro horas en llegar, me gasté cerca de trescientos pesos sin contar el desayuno. Un malhumor me consumió al pensar en el horrendo trámite que debía hacer al regresar con los de Finanzas, para que me repusieran los pasajes y los viáticos de la diligencia que, por costumbre, nunca cubrían todo lo que me había gastado. ¡Qué más da! Al llegar al psiquiátrico, me registré con el vigilante y dejé mi credencial del IFE. El oficial la metió en una cajita de madera junto con las demás. No me dieron gafete de visitante. El oficial de la caseta era nuevo, y me dijo que los del tercer turno no le dejaron la llave del cajón donde los resguardaban. Me indicó, con instrucciones confusas, cómo llegar a la Dirección.
Di muchas vueltas entre las celdas, jardines, oficinas y pabellones, sin poder encontrar la Dirección. Era la primera vez que visitaba un hospital de ese tipo. Yo me imaginaba ingenuamente, que los locos andaban por ahí ataviados con sus camisas de fuerza o con camisones largos y blancos que los distinguían de los visitantes y del personal, pero estaba muy equivocado, muchos de ellos ni ropa tenían, y andaban por ahí, defecando a plena luz del día en el medio de algún andador; otros tenían ropas raídas o de tallas mucho más grandes que las suyas; algunos más se acercaban a mí pidiendo un peso para tabaco a cambio de contarme la historia de sus vidas, cosa que me advirtió el oficial que no consintiera jamás; algunos sólo portaban una camisa o un súeter, y andaban con los genitales al aire masturbándose en todo lugar. Había otros que vestían atuendos normales y completos, y a veces eran acompañados por algún familiar que los había ido a visitar, aunque, la verdad, éstos eran una muy pequeña minoría.
Un hombre de traje notó mi deambular confuso entre los pasillos del hospital, y me preguntó si buscaba algo. —La Dirección —dije —traigo una comisión oficial. —¡Ah! Ya veo —me respondió —si gusta seguirme lo guío, es por aquí. —Se adelantó. Era un hombre que rondaba mi misma edad, bien educado, de muy buenas maneras y con mucho porte. Todo el tiempo fue muy cordial y caballeroso mientras me llevaba a la Dirección; cuando llegábamos a alguna puerta, él la abría con ceremonia y me cedía el paso, extendiendo la mano en un gesto sutil. Me iba contando la historia del psiquiátrico y, a la par que pasábamos los pabellones, me explicaba el nombre y la función de cada uno. Muy pronto, concluí que era un trabajador del psiquiátrico, y eso me brindó una tibia confianza en medio de todo ese ambiente locuaz.
Por fin, entramos a la Dirección, me ofreció asiento, y el se sentó detrás de uno de los dos escritorios que había en la sala. Me dijo que no se encontraba Margarita, la secretaria del director, pero que no demoraría mucho en llegar; mientras tanto, me deleitó con una charla culta y exquisita sobre su vida. Para ese instante, yo ya estaba seguro de que él era un trabajador más. Me contó unas aventuras fascinantes que jamás juzgué como falsas, porque su tono de voz plácido y su mirada benévola parecían corroborar que cada parte de la historia era verdad.
—¿Cuál es su nombre, joven? —me dijo casi con dulzura seductiva. —Leobardo Santillán, ¿y usted? —pregunté casi de inmediato. —Tomás de la Luz Mejía Camacho. —Lindo nombre, pensé, aunque anacrónico, reflexioné, anacrónico y un poco familiar, aunque no supe el porqué. Iba a preguntarme otra cosa cuando la secretaria del director entró a la sala de manera un poco estrepitosa. —¡Jacinto! ¡Sácate de aquí! ¡Ya te dije que tienes prohibido meterte aquí, le voy a decir al Dr. Padilla que te dé tus correctivos, cabrón! —El señor se levantó con un ademán avergonzado. —¡Usted dispense, joven! Me tengo que retirar —hizo media caravana, y luego le lanzó una mirada fragorosa a la secretaria y se salió de la sala. —¿Y usted es…? —me dijo la secretaria con harta grosería, escudriñándome los zapatos que ya llevaba llenos de tierra, mas nunca levantó la mirada, era como si me nulificara. —Leobardo Santillán, mensajero del Hospital del Bicentenario “Heroína de Nacozari” de Atlazoloapan, vengo a dejar correspondencia oficial. —Como si yo no existiera, me dio la espalda, se sentó en su escritorio, revolvió su cajón en busca de algo, sacó un cojinete de tinta y un vetusto sello de madera, y se quedó inmóvil y silenciosa. Yo quedé igual, esperando alguna respuesta. Pasaron tal vez dos minutos de espeso e incómodo silencio y, de repente, casi en grito me dijo: —¿No que traía un oficio? ¿Qué? ¿Quiere que me pare y vaya a donde usted para sellarlo? —¡Ah! No, perdón, es que pensé… —respondí al tiempo que me arrebataba el oficio con lujo de despotismo, y me decía: —¿Qué es esto? ¿Y su acuse? ¿No trae acuse? —Quedé pasmado. En cinco años de ejercicio de la mensajería oficial, jamás había olvidado un acuse, cuando la secretaria me enviaba sin acuse, siempre pasaba a alguna papelería a sacarle fotocopia al original para regresar y devolver mi acuse sellado.
—¡No traigo acuse! —dije casi temblando —¿Y entonces? Yo no tengo copiadora ¿eh? Ya tiene muchos años que no sirve esa chingadera —y señaló a la esquina de la sala donde descansaba una Xerox de plástico amarillento como de los años ochenta. Todo lo hizo siempre con una singular destreza de nunca mirarme a la cara, pues los ojos los tenía pegados en el celular.
—¿Podría sellarlo y le saco una foto con mi celular? —La secretaria hizo una mueca bastante hostil y de enfado. Saqué mi celular y sudé frío cuando vi que tenía 1% en la batería. Con las manos sudadas y temblorosas, fotografíé el oficio sellado, y la pantalla se apagó. Mi corazón me ahogó unos segundos. Volví a desbloquear el celular para entrar en la galería y comprobar si el documento se había fotografiado, pero en ese momento la pantalla se apagó de nuevo y ya no encendió. Tragué un trago inmenso de saliva, acogiendo en mis entrañas la esperanza de que al llegar a mi hospital recargaría mi celular y vería que la fotografía estaba en orden y podría imprimirla. Le di las gracias a la secretaria casi con una reverencia. Ella no contestó nada.
Me sentía tan atribulado que me pareció por un momento que me venía un desmayo. Me senté un instante en una de las bancas de los jardines para recuperar el aliento. Un grupo de locos se arremolinó en torno a mí, pidiéndome un peso para tabaco. Vi salir a la secretaria con una de sus compañeras, las escuché discutir sobre qué iban a desayunar, y abandonaron el inmueble por la puerta del hospital. Cuando pasaron frente a mí, les incliné la cabeza a modo de saludo, pero ninguna de ellas me dirigió la mirada. Me sentí renovadamente humillado. Me desabotoné el cuello de la camisa, y me dirigí tan rápido como pude a la puerta de la caseta de vigilancia. El oficial me vio llegar, y me dijo con artera deferencia: —¿Nombre? —Leobardo Santillán —respondí con la voz quebrada. Comenzó a buscar mi identificación en su cajita; hizo un gesto de extrañeza, revisó la bitácora de visitas donde me registré al entrar, y su pasmo se incrementó, buscó con más cuidado una segunda vez en la cajita. Se rascó la cabeza debajo del kepis, y me miró con contrariedad.
—¡Leobardo Santillán ya salió! —Un relámpago de hielo me recorrió el túetano de cada hueso, y mis rodillas estuvieron a punto de vacilar. —¡No, Leobardo Santillán soy yo! —No lo creo, joven, Leobardo Santillán registró su salida, y recogió su identificación. ¿Tiene otra identificación que me pueda facilitar? —No, mi credencial del trabajo se me olvidó en mi hospital. Entré hace unos veinte minutos. Revise sus cámaras, ahí va a ver cuando entré yo. —El oficial acentuó aún más su gesto de contrariedad, me miró un par de minutos sin atinar a decir nada. —¡Leobardo Santillán soy yo! —dije con un grito de angustia parecido a un graznido y que, francamente, sonó como algo que diría un loco. —¡Esas cámaras no sirven! —dijo el oficial aún más confundido. —Yo no estoy loco. ¡Leobardo soy yo! —dije sollozando, y me di cuenta de que los locos suelen decir esas cosas. —Trabajo para el gobierno, vine a dejar un oficio, la secretaria del director me recibió —dije señalando frenético hacia la puerta de personal al ver que la secretaria y la otra mujer entraban con una torta de tamal en sus manos.
El rostro del oficial se nubló en ese instante, mil ideas recorrieron sus ojos, pero claramente vi una que me aterrorizó, él sabía que había cometido un error, había dejado escapar a un loco que me robó mi identidad, y eso era una equivocación inadmisible. Aquello traería consecuencias funestas a su vida: perdería su trabajo y tal vez terminaría preso por tan grave error; en ese momento, vio en mí la alternativa de emergencia que le permitiría salir bien librado de tan horrenda confusión, sólo uno se salvaría y vi claro que no sería yo. Traté de salir corriendo hacia la secretaria, pero el oficial me retuvo. Manoteamos mientras yo gritaba enloquecido: —¡Yo no estoy loco! —Un remolino de pacientes se agrupó a nuestro alrededor, y comenzaron a corear mis gritos. —¡Yo no estoy loco! ¡Yo no estoy loco! ¡Yo no estoy loco! —gritaban todos; unos entre lágrimas, y otros más palmeando y a carcajadas.
Logré zafarme de los brazos del oficial mientras corría hacia la secretaria gritándole: —¡Margarita, Margarita! ¿Verdad que yo no estoy loco? —mientras en su rostro se dibujaba un gesto de terror. En la trifulca, mi cabello se había desarreglado, mis ropas se habían raído y mi camisa desfajado, dando la apariencia de que era muchas tallas más grande que la mía. ¡Antes de que lograra acercarme del todo a las secretarias, el oficial me dio alcance y me sometió rodeando mi cuello con su antebrazo —¿Qué pasa? —preguntó en pánico la secretaria. —Es un loco que se quería escapar, señorita Margarita —replicó el oficial —¡Yo no estoy loco! Trabajo para el g…! —alcancé a decir antes de que una trompada me derribara en el justo momento en que el oficial pensó que iba delatarlo.
—¿Qué pasa? ¿Lo habías visto? —preguntó la secretaria que acompañaba a Margarita. —¡No!.. ¡Bueno, sí! Lo vi hoy en la mañana, en la sala de la Dirección. —En ese instante, un rayo de alivio rutiló en mi corazón. —Venía con Jacinto, el paciente con tid, el del Dr. Padilla. Disque venía a entregar un oficio, pero se me hizo raro que ni traía acuse, quién sabe de dónde lo sacó. —En ese momento el mundo nuevamente se me desplomó. —Seguro se lo robó a otra persona, dice que se llama Leobardo, pero el verdadero Leobardo ya salió, registró su salida y se llevó su credencial de elector —astutamente dijo el oficial para cubrir su mierda. —¡Leobardo soy yo! ¡No estoy loco! —afirmé mientras sacaba mi celular de mi bolsillo, era el único recurso probatorio de quién era yo. —¡Cállate, cabrón! —gritó el oficial mientras me lanzaba al piso y me pateaba en las costillas. —¿De dónde sacaste esto, cabrón? ¿A quién se lo chingaste? ¿Se lo quitaste al señor Leobardo? ¡Trai pa’cá, esto no es tuyo! —se lo guardó en el pantalón. —¡Y más vale que te calles, hijo de la verga, o te llevo a electroshocks! —amenazó el oficial —¿Qué está pasando aquí? —dijo el Dr. Padilla mientras se abría paso entre la muchedumbre de locos que gritaban, saltaban, reían y lloraban a nuestro alrededor. —¡Es un paciente psicótico, doctor! —dijeron al unísono el oficial, Margarita y la otra secretaria. —¡No, yo no estoy loco, doctor! —grité despavorido y entre lagrimas, y mi grito se ahogó entre el coro de locos que secundó: —¡No, yo no estoy loco, doctor! ¡No, yo no estoy loco, doctor! ¡No, yo no estoy loco, doctor!
El doctor me sometió con ayuda del oficial, y sacó una ampolleta de Diazepam, la cual aspiró con una jeringa con lujo de destreza, y me la clavó en la nalga derecha. Acto seguido, un camillero me llevó a mi celda.
—¡Ándale, dame un peso para tabaco! ¿No? —Pues sí, desde entonces he buscado por todos lados al pinche Jacinto ése que me dijo que se llamaba Tomás Mejía, y no lo hallo por ningún lado. Estoy seguro de que ése fue el muy hijo de puta que me robó. Estoy seguro de que ya todos saben lo que pasó, el Dr. Padilla, la secretaria Margarita, su amiga, y el oficial Mendieta…, todos supieron del error, y soy un pinche chivo expiatorio. Estoy seguro de que el hombre de traje que vino la semana pasada, vino buscándome, y ellos le dijeron que en efecto vine a entregar el oficio, registré mi entrada y mi salida, y me fui. ¡Todo es un pinche complot! ¡Yo no estoy loco por mucho que así les suene! ¡Ésa es mi historia y mi puta desgracia! Y desde ahí, ya nadie de allá afuera me volvió a ver…
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Mirador nocturno >> Vassily Kandinsky., Rusia, 1866 – Francia, 1944
César Abraham Vega Guerra nació en la Ciudad de México el 30 de abril de 1981. Prolífico escritor, enlace técnico-editorial y promotor cultural. Es egresado de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, con especialidad en el área de Lingüística. Tiene estudios formales en informática e idiomas, lo que le ha permitido ganarse la vida como jefe del área de Informática en el Hospital General de Chalco del Estado de México. Dada su formación profesional y pasión literaria, es cofundador de la revista Sombra del Aire, de la que ha fungido, desde 2011, como webmaster, enlace técnico y logístico, y asimismo, como formador de libros. Durante 2018, participó en el seminario de la UNAM, Leliteane, dedicado al estudio y fomento de la lengua, la literatura y el teatro novohispano, y suscrito al Programa de Apoyo a Proyectos para Innovar y Mejorar la Educación (Papime). Ha impartido conferencias, cursos y talleres de Fomento a la Lectura, Literatura y Lingüística, tanto en el ámbito divulgativo como en el académico. Algunos de sus textos han sido publicados en diferentes medios impresos y electrónicos.