UN BARCO EN EL AULA

por Antonio Rangel

Por Antonio Rangel

Apenas ayer, por primera vez, tuve que secarme una lágrima dando una clase. Debo decir que como era la última del semestre no había hecho un plan, aunque tampoco lo hice para la penúltima ni para la antepenúltima y así. Por lo menos no una planeación en un molde típico.

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El profesor severo » Jan Steen

 

Soy un profesor barco en definitiva. Sin embargo, todavía me esfuerzo por aparentar lo contrario en algunas ocasiones. Pienso que a los alumnos avispados no se les puede escapar mi distracción en cuanto a la exigencia académica, lo cual para la mayor parte de los administrativos de las escuelas y para quienes se dedican a investigar teorías pedagógicas es un gravísimo defecto, tal vez también es un defecto en opinión de ciertos padres de familia o de algunos alumnos y debe de serlo para los profesores más perros y rudos.

Como en otros temas, tengo que hacer un esfuerzo de concentración para descubrir cuál es mi verdadero juicio con respecto a la laxitud en el aula. Siento que es una ventaja ser al mismo tiempo estudiante y profesor porque veo desde dos perspectivas este asunto. Como estudiante nunca he disfrutado que un docente sea riguroso en la aplicación de su autoridad. De por sí soy poco tolerante con las autoridades, supongo que se debe a que fui demasiado consentido de niño, nivel hermano más pequeño más hijo único. Me cuesta trabajo cuadrarme ante cualquier autoridad, excepto frente a quienes poseen conocimientos que a mí me gustaría adquirir.

Durante la secundaria, los profesores me inspiraron respeto en la medida en que notaba sus conocimientos, sólo que las distracciones eran tantas: compañeros molestando, compañeras secreteando, nubes en la ventana, que no pude ser un buen estudiante. Sólo me gustaba escuchar a los maestros que me caían bien. Los otros, los que buscaban imponer silencios pasmosos, que gritaban y manoteaban, nunca lograron que a partir de la sordina y la tensión me interesara en sus materias.

Hay quienes pueden considerar antipedagógico expulsar del salón de clases a los alumnos demasiado inquietos, pero para mí es preferible que callarlos a cada momento. Realmente no se puede obligar a una persona a interesarse en lo que no le llama la atención, entonces lo que se busca al silenciarlo es que otros no se distraigan, así que si no estuviera en el salón sería ganar-ganar. Sin embargo, el sistema tradicional de enseñanza nos inculca que son las obligaciones las que deben prevalecer: estamos obligados a estudiar lo que no nos interesa, obligados a enseñar a quien no quiere aprender, obligados a seguir reglas que no funcionan. ¿Y esta conspiración de obligaciones de dónde salió?

Cuando me pongo en el modo desesperanzado, considero que la educación pública, gratuita y obligatoria, tiene como finalidad implantar el sentimiento de culpa y fracaso en la mayor cantidad posible de adolescentes. Exactamente lo contrario que decía Kant en su ensayito sobre ¿Qué es la Ilustración?, pues si ilustrarse es librarse de la culpable ignorancia, en las escuelas no ocurre tal cosa, más bien el alumnado no entiende por qué habría de perder su ignorancia con respecto a cientos de cosas que no le interesan, por otro lado, aquellos que gozan de presumir conocimiento superficial, creen que han alcanzado la ilustración por memorizar esquemas, simplificaciones, fórmulas. Así la escuela provoca masas de personas que desconfían de sus propias capacidades y una élite de engreídos que creen que saben a raudales por saber dos o tres datos.

Sin duda, exagero. Peor, miento. Pero tengo una gran inclinación al autodidactismo que durante un tiempo me hizo considerar irrefutable una frase, al parecer, de Mabel Collins, usada en la teosofía: “Cuando el alumno está listo, llega el maestro”. Ahora ya la considero refutable, especialmente porque las doctrinas ocultas que juegan al misterio me inspiran bostezos. Nunca estaré listo para atender a un maestro de esas pseudoreligiones, así como tampoco estaré listo para atender a los religiosos. Por otro lado, sé que para que alguien comprendiera mi aburrición ante la teosofía y grupillos semejantes, tendría que haberse formado de un modo semejante al mío. Esto creo que lo haría mi igual, no mi alumno en dado caso que quisiera aprender de mí.

Si reviso mi vida debo reconocer que cuando me intereso en lo que ciertas personas platican, aprendo. Por supuesto, mis intereses no se constriñen a la academia. Por otra parte, si invierto la situación, no estoy muy seguro de lo que otros puedan aprender de mí. No me refiero a algunos datos que suelto sobre literatura, historia o futbol. Lo que sí es que no se puede pensar que mi labor docente se limite a ser una especie de Wikipedia con patas, un diccionario de carne y huesos o una maquinita de información. A mí me parece que se trata de mostrar la sensibilidad personal, el modo de vivir con los conocimientos que se desean compartir, la forma en que han sido integrados a la piel, cuando así lo han hecho. Mientras que el resto de la información puede simplemente quedarse de reserva. Por eso he llegado a creer que lo ideal es que los planes de estudio fueran lo más diminutos posible, para que los profesores hablaran con total libertad de su vida. Tanto así confío en la experiencia.

Sin embargo, en mi mente no tengo teorías, sino ensayos. Con esto quiero decir que en mis clases de literatura, he dejado la historia a un lado, tampoco le hago caso a las etiquetas comunes que se les pegan a los textos literarios. Si bien trato de cumplir con el programa del curso, aplico el excurso: improviso y de mi manga salen experimentos, ejercicios, retos. Esto es contrario al prejuicio de que un profesor barco simplemente lo es por pereza o desinterés o porque considera poco más que tarados a sus alumnos. Para mí es una prueba de adaptación: poder hacer algo acorde a la coyuntura, al presente y no al pasado fijo en un plan. La flexibilidad en la docencia es una virtud. Flexibilidad más poco respeto por las imposiciones, vamos, que nadie me contrataría si fuera honesto en las entrevistas de trabajo.

Como en este sexenio se ha instrumentado una campaña para hacer antihéroes a los maestros, no sé qué dirían quienes administran recursos necesarios en la educación pública si yo hubiera escrito como plana para la última clase del semestre que, quien quisiera contar algo significativo sobre su vida, lo hiciera en tercera persona. Así fue como escuché con atención la primera participación de una niña mientras otra alumna escribía y dibujaba en el pizarrón; luego otra chica levantó la mano para también contar cómo se había transformado a partir de lo que ella juzgaba una etapa muy egoísta. ¿Cuál era la competencia a desarrollar, cuál el objetivo didáctico, cuál pinche nomenclatura tendría que usar según la moda pedagógica actual? Cuando comenzó la tercera participación, ya estaban acercándose al salón los alumnos de mi siguiente clase. Llamaré K., a quien empezó a contar la historia de una niña que se sentaba en las escaleras durante horas mirando la puerta por donde había visto irse a su madre sin que volviera. K contó que una niña había crecido sin padres, que había asistido a escuelas en la que sus compañeros se moneaban durante las clases. A esa niña le gustaba dibujar, pero también empezó a drogarse. La niña estuvo en un anexo con otras que rápidamente la odiaron. Entre varias, una noche le cortaron el cabello largo y chino que tenía. Después de que salió de aquel centro de rehabilitación, entró a esta nueva escuela en la que la niña se sintió feliz cuando conoció a personas que creía como de película. Sin embargo, la niña volvió a ser ingresada en otro anexo la navidad pasada; pero la niña sabe que el arte y las personas que ahora estima y la estiman son buenas razones para vivir. La niña ya no tiene que quedarse en las escaleras esperando.

Cuando terminó su historia y notamos el silencio, yo no podía hablar. No estoy seguro de si esta chica sabría el contexto socioeconómico del naturalismo, pero sé que merece más que un número en una boleta. Soy un barco en el aula.

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1 comentario

Marisela Romero Álvarez 08/07/2016 - 12:26

Debo confesar Antonio, que cuando comencé a leer tu ensayo me invadía cierto escepticismo. Al final, estoy convencida de que estas son las experiencias que nos proporcionan las mejores enseñanzas -más aún- las grandes lecciones de vida. Gracias por compartir.

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