SI BOTERO PINTARA LA LUCHA ENTRE EL TORO Y EL LEÓN

por Eleuterio Buenrostro

Por Eleuterio Buenrostro

En casa de Mamá Grande se recuerda el día exacto en que Poliglotón decidió huir del pueblo. Coincidió con la pelea anunciada, con bombo y platillo, entre un león de circo y un toro de crianza. Mamá Grande suele contar con lujo de detalles la pelea, pero dice haber olvidado la conversación que tuvo con su hijo antes de liar la partida. —El circo acostumbraba sustituir un toro abanto en cada pueblo —cuenta efusiva Mamá Grande—, y le inyectaban agua en los ojos, para asegurar la ventaja de su único león. No contaban con que el toro del pueblo apelara a su instinto atávico para salir bien librado. Los golpes contra la valla y el polvo confirmaban la monumental lucha. Al disminuir la visibilidad, el espacio entre pista y contención fue abordada por la multitud, pero en el instante que las bestias doblaron las vallas y sobrepasaron la pista, corrieron horrorizadas, sin atender el llamado del anunciador a guardar la calma —termina.

Lucha entre un toro y un león en Madrd 1894

En el pueblo afirman que en el alboroto vieron a Poliglotón admirando el espectáculo que se daba entre animales y gente. Cuentan también que ante el caos guardaba la calma y que sus ojos tenían un “brillo extraño”, pero nadie pudo explicarlo. Poliglotón desapareció ese día con la misma rapidez que el circo lo hizo para no costear los daños ocasionados. Los más osados señalan que huyó junto con el circo, pero eso es algo que no se puede afirmar, ya que es bien sabido que el pueblo de Poliglotón sufre de Boterismo: una condición que exagera la proporción de todas las cosas.

El joven Poliglotón sí recordaba la última conversación con Mamá Grande. Ella lavaba el cerro de ropa de sus seis hermanos y lo culpaba de sus desgracias. Si había decidido ayudar lavando su ropa, por qué no lavar también la de sus hermanos mayores, recriminaba. El joven rollizo no entendía como una buena acción había terminado en regaño, pero se mantenía templado ante los gritos, mirando las manos de su madre, que exprimían las camisetas blancas, como si quisiera estrujar su propio cuello y pidiéndole que se retirara; que no quería verlo nunca más. Si tuviéramos la capacidad de sentir el vacío en su pecho, producto de la exaltación de su madre, entenderíamos por qué el descontrol de todo un circo no era tan significante para el buen Poliglotón.

Las posibilidades a la corta edad de Poliglotón eran pocas. Acostumbrado a los malos tratos, debió hacer caso omiso como otras veces y esperar que la cordura regresara a Mamá Grande. Un buen abrazo, el perdón obligado de saberla presa de un destino injusto y las lágrimas entre ambos deberían limpiar las penurias como siempre, pero el dolor era más férvido que de costumbre. Con la cabeza baja no advirtió las calles anchas donde jugara, los árboles gigantes que trepara, ni las nubes voluminosas que lo hacían soñar en grande y lo despedían. Las palabras: “quizá mi vida hubiera sido diferente de no haberte tenido a ti”, resonaban en su interior y lo complicaban. Estaba dispuesto a surcar el miedo, a emancipar, para saber a Mamá Grande en otras posibilidades.

En el momento en que más decidido estaba, su mejor amigo, Gustambo, el gallero, le pidió que le ayudara a llevar a Gran Toro al circo, y como recompensa podía ver la función gratis. Con el desvío de la aventura olvidó por un instante la tragedia, y decidió ayudarlo. En tras carpa recibieron dinero en intercambio de manos del dueño del circo; un hombre enorme que reía manteniendo los ojos abiertos y exhalando una carcajada del tamaño de su caja torácica. Una parte de aquella ganancia fue a parar a los bolsillos de Poliglotón, y ya en el interior del circo, decidieron surtirse con golosinas y palomitas que llevaron a la parte alta de las gradas. Al disminuir las luces e iniciar la función, admiraron el espectáculo de las gordas trapecistas, el de los mofletudos payasos haciendo sus gracias y al orondo mago que desaparecía lo mismo a un elefante que a una persona del pueblo. Entre tanda y tanda Gustambo, el gallero, se paraba de su asiento y alardeaba emocionado con el anuncio de la pelea. —¡Lo que no saben —confesó en una de esas—, es que traje al mejor de los toros y no el que papá me dijera!

Nada marcaría tanto al joven Poliglotón como aquella lucha desalmada, no la de los animales sometidos, sino la de la muchedumbre que primero incitaba a la violencia y que después de avivarla huían para no ser atropellados por su karma. En esa vorágine de muchos, Poliglotón comprendió el instinto agresivo de Mamá Grande, lo vio implícito en la sustancia que se esparcía y que lo hacía juzgar su propio instinto. Se sintió seguro entre los gritos, portando su escudo, el que usara con Mamá Grande, y que lo volvía un domador experimentado. Sentía la necesidad de enfrentar aquel desprecio, el odio y todos los males que aquejaban a su madre sintetizados allí mismo. Abrió la boca lo más que pudo e inhaló al límite de sus pulmones, hondo, para llenar el vacío con la herrumbre exhalada de las personas. Los gruesos tablones bambolearon por el exceso de personas que huían desesperadas, quebrándose en el sitio donde Poliglotón cargaba con el peso, y ante la inminente caída desfalleció, mucho antes de tocar el suelo.

Al despertar en lo que quedaba del circo, Poliglotón sintió tranquilidad. Con la ausencia de la carpa superior admiró las estrellas, las cuales le recordaron la animadversión aglutinada en su pecho y se alejó del sitio, saboreando la libertad, con rumbo decidido hacia la estación del ferrocarril. El tren de carga estaba a su paso, imponente y gigante, emitiendo un gruñido desde su aparato locomotor. No dudó ni un instante en subir a él; los largos rieles le destinaban un camino lejano. El aire se respiraba ferrugiento, no tanto como el que guardaba en su pecho en forma de maldad y quería alejar del pueblo para transformarlo. Con el transitar de los días, la evocación del joven rollizo se fue mitificando para los pobladores, no para él, que los pensaba a diario tratando de entender la barbarie, la ungida en ellos y la aprehendida en el entrecejo de su gorda madre…

Después de mucho años en que su recuerdo era ya un mito, regresó al pueblo y se congratuló de pisar sus anchas calles. Los perros fofos le ladraban por desconocimiento. El saludo afable a la distancia de Gustambo, le instó a seguir en su recorrido, hasta llegar a casa de Mamá Grande. Se introdujo sin tocar, pues la sentía aun suya; aquello era el final y tenía que afrontarlo. Había recorrido el mundo aprendiendo de formas y medidas. Lo tenía todo calculado: el escudo en su espalda, un oído más fino, la paciencia infinita y una serenidad envidiable. Está de más decir que la lucha por salvar a terceros la había perdido, no así la personal, la que incumbe a cada uno de nosotros pelear con el mundo en contra. Con el límite de sus fuerzas había subido a la montaña más difícil, la montaña de su ego, donde tuvo que bajar la guardia, dejando rencor y vergüenza a un lado, para poder regresar. Conservaba la inocencia y confiaba en la lucha interior. Se vio al espejo de grandes dimensiones del que fuera su cuarto y se distinguió escuálido, casi imperceptible en su reflejo; era apenas un palo de escoba en la volumetría exagerada que se hacía a su rededor.

En la contemplación de sí mismo fue sorprendido por su hermano mayor, que luego de dudar un instante por su apariencia, le asestó un coscorrón y lo jaló de las patillas para llevarlo ante Mamá Grande. La encontró convaleciente, sobre una cama gigante. —Por ti es que estoy así —recriminó al verlo—, no cerraste las ventanas al irte y desde entonces estoy enferma; me tienes en un hilo ante la muerte. Quizá mi vida hubiera sido diferente de no haberte parido a ti —dijo instintivamente. Poliglotón sonrió mientras lloraba al escucharla, esa era la menor de las reprimendas, o se confundía al haberlas purificado en el recuerdo. —Quita esa cara, mocoso, ni creas que me vas a hacer llorar. Debes saber, ahora que eres hombre, lo difícil de ser frágil en un mundo descomunal —aseveró Mamá Grande, manteniendo el arco de recriminación en sus cejas, luego abrió sus anchos brazos, para sentirlo vivo en su regazo, le exigió el perdón obligado de saberse su madre y lloraron juntos, para lavar las penas como siempre.

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ILUSTRACIÓN

Lucha entre un toro y un león en Madrid, 1894

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