OSMOLAGNIA

por César Vega

Cuando la vi entrar por la puerta del vagón no pensé nada, podría decirle que me resultó indiferente, vacua, ¡sin chiste, vaya! Ni siquiera cuando se sentó frente a mí noté nada en ella que me cautivara lo suficiente. No me malinterpretes, no es que no fuera lo suficientemente guapa, es sólo que me pareció demasiado… digamos, convencional; además estaba demasiado cansado, así que ni la pelé, reposé mi cabeza contra el cristal y dormité. No fue sino hasta que el tren hubo cerrado sus puertas y el aire dejó de circular cuando realmente me percaté de cuán presente estaba allí.

osmolagniaMe entró toda por la nariz, su esencia pura, su ser afantasmado y aromático se regaló a través del aire de por sí viciado y hediondo de un espacio público encerrado. Escudriñé con mis ojos de a poco, pero fui más voraz y libertino con el olfato y me la respiré todita. Y mientras miraba su cabello grasoso y desacomodado, mis narinas neutralizaban todo aroma que no proviniera de sus tibios cabellos arremolinados.

Después mientras miraba sus labios, tras los cuales su dentadura sarrosa se escondía con pena, mi nariz con triunfal destreza logró descubrir de entre la pletórica maraña de olores la poética suave y fétida de su apestoso aliento. Y mientras mis ojos se paseaban estrepitosos por su sudorosa piel, mis virtudes olfativas me permitieron degustar el vaporoso y alcalino velo que manaba de sus carnes no muy limpias y morenas, sobre todo del que brotaba de sus pechos. ¡Oh Dios!, ¡cuánto me regocijé al pensarme sumiendo las narices en sus velludos sobacos! Porque una mujer tan así… tan basta, tan hecha, tan sin veleidades, seguro tendría las axilas velludas y también el pubis… como un bosque penumbroso.

¿No ha sido bastante? No, caray, no; también me aspiré el hediondo olor de sus zapatos, sus pies olían tan mal que enamoraban, cuanto añoré respirarlos de más cerca, metiendo mi triste lengua en los intersticios de sus dedos, lamiendo con cuidado, desposeyéndola, liberándola de la inmundicia que habitaba en ellos.

Y como quien deja el mejor manjar para comer al último, al final me imaginé que aquel aroma procedía del tibio rincón que hay en su sexo y me figuré mis narices metiéndose entre los vellos de ese pubis maloliente; embriagándome en su aroma, oteando con las napias en busca de su smegma, hallándole en instantes alrededor del clítoris y un poco más escondiéndose timorato entre los pliegues de sus labios vaginales, como si estuviera temeroso de mi lengua que le buscaba tan ávida y cruelmente… sí, añoraba penetrarla con la lengua, buscaba introducirla inmisericorde y empañarme cada papila con el aliento de su sexo y llevarlo así conmigo, portátil en mi boca.

¡Uff! ¡Que locas las maquinaciones mías! Pero cuando volví en mí mismo, observé un gesto de horror y de vergüenza en el semblante de mi pestilente amiga, que evidentemente no esperó a llegar a su destino y se escabulló con tropel escandaloso buscando la puerta para bajar del metro en la estación que estaba próxima. Seguramente en mi perturbación perversa, yo me lamía mis labios mientras olfateaba como un perro y miraba pervertido en la oquedad de aquellas faldas.

Pero no fue su escape lo que me hubo conmovido, sino que a pesar de verla descender del tren huyendo, el aroma quedó tan persistente adentro, no del modo en que queda la estela flotante de un perfume que llega y luego pasa, sino como si ella siguiera ahí sentada enfrente; pasaron múltiples minutos y aquel sabroso y pestilente tufillo no se desvanecía. Me inquieté de pronto y una duda atravesó mis sesos, perturbante. Volví el rostro a los asientos posteriores y un hornazo de olor me dio en el rostro muy de lleno; proveniente de su legítima dueña desde siempre, una mujer de edad muy avanzada, un poco sucia y algo ida. Entonces quisiera decirle que la erección se me cayó tan pronto en un horrible escalofrío, tremendo, pero siguió en su punto, firme contra mi voluntad, hasta que me alejé de aquella vieja y de su aroma. Es esto lo que me pasa siempre doctor. No sé que tengo.

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