LA DIFUNTA

por Tania Susano

Yo iba rumbo al molino, los domingos sólo abren un rato antes de ir a misa. Entonces escuché el grito de Leobardo que me llamaba, estaba parado en la puerta del jacal. Nos encontramos en la cerca del patio.

—Comadre, buenos días, necesito pedirte un favor.

Hacía mucho frío, recuerdo que debajo de mis pasos tronaba el hielo, por la noche había caído una helada negra de esas que les dicen.

—¿Pues, qué pasó?, ¿qué haces levantado con este frío?, —le dije —yo porque tengo pedido de tortillas, pero si no, ni me levantaba.

Él no hablaba, tenía la cabeza agachada y temblaba, yo pensé que por el frío. Aunque  supuse que se habían vuelto a pelear, pues de reojo vi que traía en la frente una herida  abierta e hinchada.

—¿Qué tal la fiesta anoche? Yo escuché la música todavía poquito antes de que cantara el gallo. ¿Se puso buena, verdad?

—Comadre, hazme el favor de quedarte con mi mujer, la maté y voy a entregarme. He querido ir desde hace rato, pero si me voy se la van a comer los perros.

Yo sentí clarito como si unas manos de hielo me agarraran de los tobillos y no me dejaran mover. Luego el silencio, supongo que fueron unos segundos pero me parecieron eternos, no sabía qué hacer. Tengo bien clara la imagen del vaho saliendo de nuestras bocas, pero no me salían las palabras.

—¿Cómo que la mataste?, —le dije después de un rato.

—Sí, la maté anoche, después de que llegamos de la fiesta.

Me lo dijo con la cabeza agachada, viendo la tierra que removía con los pies. Yo lo veía, y ¿sabe?, no miraba la cara de un asesino, pero lo era, aunque su cara no le correspondiera, pues era una cara como la de todo el mundo.

—Ándale, quédate tantito con ella, yo voy a la policía.

—No, estás mal, yo no me puedo quedar con ella, déjame ir a avisar a alguien. —Hasta ese momento las manos heladas soltaron mis tobillos y pude moverme. —Tú sigue quedándote aquí con ella.  No te vayas a escapar, —le dije, y eché a andar. La cubeta del maíz se quedó en el suelo.

—No, —me contestó. —Dígame, ¿qué podía hacer yo en ese momento?, ¿usted qué hubiera hecho?

Deseaba encontrarme con alguien, pero en domingo, a esa hora, y con ese día, nadie andaba por los caminos. Dios me perdone, nunca la vi, no quise entrar, pero yo me imaginaba a Matilde; todavía me la imagino, ahí tirada y con el reguero de sangre. ¿Sabe?, tengo en la mente hasta el detalle del tiro de escopeta que la mató, ahí en el lado izquierdo de la cabeza, como dicen que fue. Yo creo que le ha de haber destruido el ojo.

Cuando llegué a la casa, mi marido todavía estaba en la cama.

—Demetrio, levántate rápido, hubo pleito con los compadres, —le dije para no soltarle de pronto la noticia; como estaba entre sueños, no fuera a hacerle daño.

—¿Cómo?, ¿la vieja otra vez? La última vez casi lo mata, — me respondió.

Y es que no tenía ni tres meses que se habían peleado en la cantina, mi marido tuvo que sacarlo de ahí ya inconsciente. No es por hablar mal de la difunta, Dios me perdone, pero nada más se emborrachaba y empezaba con el ¡arre burrito, arre! Se le montaba, no sé cómo, y bien que le pegaba en las costillas con los pies como si fueran espuelas. Después agarraba lo que estuviera a mano, botellas, sillas. Ya luego se calmaba la cosa y se iban juntos a su casa.

—No, la cosa está peor. Apúrate. Él la mató a ella.

¿Sabe?, siento que cada vez que lo digo, es como si yo también la matara. ¿Usted no siente lo mismo cada vez que lo escucha?

Mi marido agarró paso y yo no podía alcanzarlo, casi iba corriendo detrás de él.

—¿Cómo lo dejaste ahí solo?, ya se ha de haber escapado, tú de sonsa, te van a echar la culpa, y de paso a mí; van a decir que somos sus cómplices.

Pero dígame, ¿usted qué hubiera hecho? Ni modo de quedarme ahí con la difunta y que el compadre se fuera. Hubiera ido a decir que había sido yo.

—Vas a ver que ahorita que lleguemos ya no está, y luego, donde los perros se hayan metido…

Me imaginé a mi comadre siendo comida por los perros. La hubieran dejado sin rostro, porque seguro primero comen del lado donde ventean la sangre.

A pesar de haber caminado tanto ese día, sentía mis pies congelados. La niebla había empezado a bajar, Demetrio se adelantaba, y yo lo veía en aquella niebla, no como un hombre, sino como una silueta. Me figuro que así se ha de ver cuando uno muere; y luego, luego pide Dios que uno camine para encontrar el nuevo sitio donde se va  a estar.

Llegamos y lo primero que vi fue a las gallinas comiendo el maíz de mi cubeta, las hice a un lado y la recogí. Mi compadre no estaba, no donde lo había dejado. Sentí que me desmayaba. Los perros se pusieron bravos y no nos dejaron abrir la cerca.

—¡Leobardo!, ¡compadre! Buenos días, —gritó mi marido.

Los perros se pusieron a ladrar ahí en la puerta del jacal. Como que sabían todo. Después de un rato, de esos eternos de ese día, salió mi compadre.

—Pásenle.

—No, mejor aquí, —le contestó el viejo.

Él se acercó hasta la cerca. —Compadre, la maté.

—Sí, ya me dijo la mujer. ¿Pues cómo es eso compadre?, ¿qué pasó?

Pero no nos contó nada, con su cabeza agachada, se limitó a decir que tenía que ir a entregarse.

—Sí, hombre, pero ponte una chamarra más gruesa que hace mucho frío y hasta puede que llueva.

—Sí, voy por una. Comadre, ¿tú podrías ir cambiándola? Busqué algo de ropa, ya la limpié un poco, pero se va a enfriar. Ya lleva más de cinco horas muerta.

Y otra vez sentí las manos heladas, ésas de antes, agarrándome los tobillos.

—No,  ¿cómo crees? No, yo no puedo. No, compadre, no hay que mover el cuerpo, van a venir a investigar. ¿Cómo se te ocurre?, ni debías de haberla limpiado.

—Pero, ¿cómo la van a encontrar así los hijos?, —me contestó.

Los hijos; teníamos que ir a la cabecera y avisarles. Ellos se habían alejado de sus padres. Una vez, la mayor de ellos me contó, Dios me perdone por decirlo, las friegas que la difunta le ponía cuando era niña. Si dice mi esposo que hasta los hijos se sorprendieron cuando les dio la noticia de que su papá había matado a su mamá. En su declaración alegaron que siempre habían creído que ella lo mataría a él.  Abogaron harto por el compadre, dicen que por eso salió pronto.

—Voy a avisarles a los hijos y luego me voy a entregar.

Mi marido se ofreció a acompañarlo, pero ahí protesté. Y las manos heladas nuevamente soltaron mis tobillos. —No. Yo no me quedo sola con la difunta.

—Pues entonces yo voy sólo a entregarme.

—No, compadre, porque nos puedes incriminar.

La cosa se resolvió, mi marido se fue solo a la cabecera; iría primero a dar parte a la policía y luego a ver a los hijos.

Entonces nos quedamos solos el compadre y yo.

—Vamos a hacer un café, comadre.

—No, ve tú, yo me espero aquí.

—Pero ya comenzó a briznar.

—No importa, aquí me quedo.

Y ahí me quedé. Me senté en un tronco húmedo a esperar el café. Cuando volvió y me dio la taza, yo ni quería beber; imagínese usted, café hecho ahí dónde estaba la difunta. No es que yo tuviera algo en contra de la comadre, pero si hubiera muerto de muerte natural otra cosa hubiera sido.

Mi compadre después sacó unas sillas, improvisó un techado y prendió una lumbre, ahí en medio del patio. Así estuvimos largo rato, podíamos escuchar la brizna en el techo de costales.

—¿Y cómo fue?, —le pregunté.

—Voy a prenderle una veladora, no le he prendido ni una —y se metió sin contestarme.

Cuando volvió a salir, traía unos tacos de barbacoa que le habían dado en la fiesta y almorzamos. Los perros se olvidaron de ladrar en la puerta del jacal y se estuvieron ahí con nosotros, royendo unos huesos que mi compadre les había echado. Yo le pedí que moliera mi cubeta de nixcomel aunque fuera con su molino pequeño.

—Seguro se necesitarán tortillas al rato, compadre.

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La pesadilla >> Henry Fuseli., Suiza, 1741-1825.

Es egresada de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Cuentista. Profesionista independiente en la enseñanza del Español, la Literatura y el Fomento a la Lectura. Lectora en voz alta de los montajes Las Insurrectas de la Literatura; La Tierra Que Nos Dieron, conmemorando al escritor Juan Rulfo y El Amor, recital de poesía y música. Docente del Diplomado Interdisciplinario para
la Enseñanza de las Artes en la Educación Básica, que dirige el Centro Nacional de las Artes. Cuenta con formación especializada en edición, corrección de estilo, fomento a la lectura, didáctica de la lengua, entre otros.

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