EL LENGUAJE POÉTICO

por Roberto Marav

Por Roberto Marav

A mis amigos de Sombra del Aire

El poeta francés Serge Pey me dijo, en una afortunada y reveladora ocasión que “la poesía no existe, sólo existen los poetas”, con lo cual pude ponderar cabalmente el arte poética. Yo no podía comprender a mis incipientes dieciocho años, ni mucho menos las personas a quienes quería comunicar mis hallazgos, cómo es que disfrutaba de versos como Mariposa, no sólo no cobarde, / mas temeraria, fatalmente ciega, / lo que la llama al Fénix aún le niega, / quiere obstinada que a sus alas guarde…, sin entender un ápice de lo que querían decir. Como alguna vez comentó el novelista portugués José Saramago, sobre un verso de Federico García Lorca: “a mí me gusta mucho el color verde, pero cuando Lorca dice verde que te quiero verde, si alguien me pregunta qué quiere decir eso yo le respondo que no lo sé, pero que de todos modos suena muy bonito”. Por aquí y por allá, he escuchado que la poesía tiene un lenguaje ‘difícil’, ‘raro’, ‘complicado’; hay quienes nos han tildado, a los lectores de aquella, con el segundo adjetivo que he listado. Pero ‘raro’ también significa inhabitual, y es ahí donde reside la reticencia y el despiste de quienes no se acercan a la poesía, porque precisamente la gente ha desechado o perdido el hábito de escuchar a los poetas y lo que es aún peor a mi consideración, el buscar un lenguaje distinto al usual para expresar y entenderse en la vorágine de un suceso certeramente concebido.

Yo no sé por qué, si en este lado cultural nos vienen diciendo que desde el origen del entendimiento en el principio fue el verbo, pareciera que esta misma cualidad insuflada a los hombres fuera la misma Babel del desentendimiento entre practicantes de una misma lengua; ni qué decir de entre la torre de los distintos idiomas. Siendo esta actividad invocadora la más acostumbrada en los días en que han de trascurrir los hombres, ¿por qué sigue siendo materia de nulo acuerdo? Si yo digo rojo, la identificación del color será reconocida por quien lo escuche, sea o no el mismo matiz que le venga a la cabeza. No así, si por mi mente trasluce la idea asociativa del amor, el sol o el peligro, sin añadir un contexto específico que los vincule. Sumado a todos estos inconvenientes del habla natural, hay quienes se empeñan en expresarse con un lenguaje distinto, una tradición de la que pocos se atreven a echar mano e ingenio sin que salgan manchados con el estigma de lo impráctico y anticuado. Me refiero a la poesía.

Quisiera adelantar mi objetivo y como es mi costumbre, con palabras de personas de quienes no cabría la menor duda de la autoridad para hablar del tema por lo concienzudo de su dedicación y la agudeza de su pluma. Primeramente, habría que definir al continente de aquello que nos imaginamos al escuchar la palabra ‘poesía’, y naiden mejor para definirlo como el lingüista y filólogo español Antonio Quilis, quien dijo que “El poema es un conjunto lingüístico en el cual el lenguaje, tomado en su conjunto de significante y significado como materia artística, alcanza una nueva dimensión formal, que, en virtud de la intención del poeta, se realiza potenciando los valores expresivos del lenguaje por medio de un ritmo pleno”, (nótese la valiosa relación entre la intención del poeta que encarece el filólogo español y la preponderancia del poeta sobre la misma poesía que predica el poeta francés de quien les conté en un principio). Este ritmo pleno al que se refiere Quilis es la parte fundamental del hecho poético.

El ritmo nos acompaña naturalmente en los latidos del corazón, en la marea del océano; repeticiones calcadas en artificios intelectuales como la música o la poesía. Verde que te quiero verde suena en verdad muy bonito sin necesidad de entender su trasfondo semántico. La repetición del sonido ‘e’ suena tan natural y con agradable consonancia que facilita la memorización del verso del poeta granadino. Hay ritmos procaces, perceptibles sólo en la entonación adecuada del conjunto de palabras, de la sintaxis subyacente al verso, como aquellos del tabasqueño José Gorostiza que suenan así:

No obstante ‑¿por qué no?‑ también en ella

tiene un rincón el sueño,

árido paraíso sin manzana.

donde concurre un ritmo marcado por la función gramatical, primeramente, por dos pausas marcadas por una intervención personal del poeta con una interrogante que separa una frase adverbial adversativa de otra afirmativa, en el primer verso. La función del segundo verso es la de completar la información que se viene enunciando en el primero y, a su vez, el tercero amplía el concepto de “sueño” para darnos una idea del ardor poético de Gorostiza.

Hay ritmos determinados por el patrón del acento en las sílabas de mayor fuerza, como los marcados en la cuarta sílaba (adivinába), en la octava (acucióso) y en la décima (espíritu); armonizando con las sílabas tónicas en la primera sílaba (tús), cuarta (ý), sexta (fulmíneas) y décima sílaba (paradójas) del segundo verso del poema del jerezano Ramón López Velarde:

Adivinaba mi acucioso espíritu

tus blancas y fulmíneas paradojas.

Otros ritmos se fundan en las evocaciones sensoriales y de sentimientos:

De no haber aparecido tú, deslumbrante

y erguida, al pie de la escalera,

la sal me sabría a polvo, a tierra

la esperanza. Pero todos los hechos

del mundo te produjeron, tan sólo para mí,

y cambiaron mi vida para siempre.

¿Quién no se conmueve con estos versos del sinaloense Jaime Labastida y la imperiosa emoción que siente hacia su ser amado?

Estos cuatro ritmos son los que coexisten en rigor de un poema. La filóloga mexicana Helena Beristáin ‑a quien debemos la valiosa precepción de su invaluable Diccionario de retórica y poética‑, apunta y cito textualmente, que: “Las cesuras, las pausas sintácticas, las pausas finales de verso, la rima (sonidos iguales o semejantes de las terminaciones de los versos) y el tono, realzan el ritmo.” Elementos que potencian los “valores expresivos del lenguaje” a los que se refiere Antonio Quilis.

Y para completar la noción que traigo entre ceja y ceja, repito las palabras de uno de los primeros estudiosos de la literatura del analista poético ruso Viktor Shklovski, quien ha dado una de las mejores expresiones acerca del arte: “Para dar sensación de vida, para sentir los objetos, para percibir que la piedra es piedra, existe eso que se llama arte. La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como reconocimiento; el procedimiento del arte es el de la singularización de los objetos, y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de la percepción”. Estos mismos objetos, ya sean materiales o espirituales conforman en innumerables instantes aquello a lo que podemos nombrar como existencia, sustancia o materia de nuestro propio ser y el hecho poético sucede cuando somos capaces de apreciar y aprehender las voces que lo invocan, o en palabras más certeras del poeta Vladimir Espinosa: “Las flechas simbólicas de las palabras poéticas, juntas, hechas versos, atraviesan nuestra mente en imágenes corpóreas que hacen que nos identifiquemos con el yo del poema”.

Quince años después de haber leído aquellos versos de Luis de Góngora y Argote citados arriba, me encuentro con un poeta contemporáneo de Sor Juana Inés de la Cruz, llamado Luis de Sandoval Zapata, atribulado por la frágil y perecedera existencia humana en los siguientes versos:

Cuanto más vive, más morir anhela,

mariposa en pavesas abrasada,

va invocando con cada llamarada

a la tiniebla que sus luces hiela.

Y entonces, como una llama en mi recuerdo, se encendió la imagen de la temeraria mariposa que, como yo en ese momento, arriesgaba la existencia en la taciturna noche en paradójicas disertaciones sobre el infranqueable aterrizaje entre las cenizas de un fuego que consume alma, dolor y sueños.

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1 comentario

César Vega 22/05/2016 - 20:29

¡Magnífico ensayo, amigo, y muy deleitoso!

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