EL ASIENTO

por José María Rosendo

Después de un día laboral agotador, pensar en volver a casa parado en el tren, apretujado entre un enjambre de personas, hace sentir a Galindez aún más fatigado. Un asiento disponible a la hora del regreso es como encontrar un caballo amarillo en al andén.

Esa tarde, Galindez tuvo suerte, una chica abandonó disparada el vagón cuando pasaba en ese instante. Se apoltronó como si esa butaca fuera el sillón de un gran rey. Estaba contento de poder viajar cómodo de retorno a casa.

La gente trataba de acomodarse lo mejor que podían, pero sabiendo que era imposible encontrar un lugar donde apoyar su osamenta. Los que llegaban a tiempo se ubicaban bajo el aire acondicionado y se hacían fuertes en el estrecho espacio que supieron conseguir. Otros se colocaban a fuerza de empujones disimulados y tensaban el músculo constrictor como advertencia a su lindante pasajero, imponiendo su dominio de la superficie que ocupaba.

El tren se puso a rodar con marcha lenta por el largo terraplén. Galindez sintió la suave ráfaga  del aire como abanicándolo. Fue percibiendo una flojedad en todo su cuerpo que comenzó a relajarlo. Apoyó la cabeza en el respaldo y un reflejo involuntario hizo que comenzara a mirar a los compañeros de asientos. Frente a él, un hombre de mediana edad. Por la apariencia, se podía decir sin temor a equivocarse que era norteño.

Junto al provinciano, sentada, una mujer que daba la imagen de que jugaba con su cuerpo. Exhibía con orgullo dos pechos firmes y redondos, que parecían querer perforar la tela que los cubría. Tenía un tic, que de vez en cuando movía la cabeza y hacía que su ensortijada y abultada cabellera dejara entrever unas argollas de colores haciendo juego  con el color de su pelo. Los ojos grandes e inquietos imprimían a su mirada una linda picardía.

A su izquierda, un hombre viejo de mejillas flácidas, que no parecía sentado, sino acostado. Sus manos entrelazadas apoyadas sobre sus largas y esqueléticas piernas en forma de v ejercían una presión sobre su costado, causándole cierta incomodidad. Su cabeza floja apoyada en el vidrio de la ventanilla con sus ojos cerrados no dejaba duda de que ya estaba dormido.

Notó que un sopor lo invadía, y no hizo ningún esfuerzo para reprimir esa sensación que le causaba placer, dejó que continuara hasta llegar a su destino, cuando sintió una cosa fofa y pesada que descansaba sobre su hombro. Miró con extrañeza y curiosidad: ¿A quién correspondía ese peso? La portadora de esa panza, era una obesa que no lo miraba con simpatía. Molesta por estar parada en el angosto pasillo, y apretujada entre dos muchachos que además no olían nada bien, mientras  él estaba cómodamente sentado en el asiento que ella tanto deseaba.

En la primera estación quedó liberada de los muchachotes malolientes, se distendió un poco, pero siempre lo miraba con el entrecejo fruncido. Ese espacio libre que los jóvenes habían dejado, lo ocupó una señora elegante de gestos rígidos. Estaba pegada al lado de la mujer malhumorada, que seguía con la misma postura descansando su barriga flácida en la humanidad de Galindez. Sintió las miradas ponzoñosas de las dos.

La segunda parada lo tomó por sorpresa y lo sacó de las cavilaciones. Estaba incómodo por la actitud y el cuchicheo de las dos señoras. Se sentía culpable de ocupar ese asiento en un vagón repleto de gente. Pensaba dejar el lugar a cualquiera de las dos que estaban pegadas a él. Se levantaría y que ellas arreglasen el pleito.

En la tercera parada, le sonó el celular y le interrumpió la acción de levantarse. Era su mujer que le comentaba  alegremente la llegada de su hija y le hablaba de las travesuras del nietito y las monerías que hacía. Galindez ya se había olvidado de las miradas hoscas y escuchaba a Rosa, que seguía contándole las diabluras del chiquito.

En la quinta estación, Galindez se incorporó y dejó su lugar. Antes de bajar vio a las dos mujeres luchando por tomar el sitio que había dejado. Sorprendido por lo que estaba viendo, se lo comentó a su esposa. Miró a las dos y se dijo: que la primera que pusiera la pierna dentro de esa extensión vacía, que estaba frente al otro asiento ocupado por el provinciano, sería la poseedora del tan deseado lugar.

Bajó y siguió hablando por el celular. La señora gorda trabó la pierna de la que tenía la misma intención que ella. Quedaron sujetas de tal manera que tuvieron que desplazarse hacia atrás para poder desenredarse. Cuando estuvieron libres para continuar la lucha por el poder del asiento, la sorpresa de ambas fue mayúscula, pues un joven punk lo ocupó.

Quedaron coloradas y arrebatadas, con ganas de agarrarse de los pelos, pero no se dijeron una sola palabra, solamente atinaron a ver a Galindez caminando por el andén, hablando por el celular, riéndose a carcajadas cuando el tren lo sobrepasaba. Las miradas de las dos se volvieron hacía el punk que, con los ojos cerrados y un auricular en la cabeza, escuchaba música, ignorando a las dos señoras, en su cómodo y confortable asiento.

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En busca de calor >> Fotografía >> Víctor Hugo Pedraza

José María Rosendo nació en Mar de Plata, provincia de Buenos Aires, el 26 de julio de 1950. Estudios Terciarios. Licenciado en Comercio Internacional Fundador de la firma: ICA SRL. Estudió literatura con Alejandra Boero, directora y actriz, fundadora del Nuevo Teatro.  Perteneció al elenco de actores de la compañía por cuatro años. Tres años en el taller literario con Silvia Plager y dos años en el taller literario con María Inés Moreno.  Ha publicado para la revista Sueños de Papel, Plumilla y Tintero, El Narratorio, Ikaro, etcétera.

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