DISIMULADA TECNOFOBIA

por Víctor Alvarado

Por Víctor Alvarado

Esos asuntos de la tecnología no deberían asustarnos. El otro día me puse a recordar cómo hace algunos años en casi cualquier oficina, digamos medianamente equipada, además del teléfono existían máquinas de escribir mecánicas, construidas con alma de metal y recubierta plástica, muy pesadas. De manera casi inmediata, estos útiles objetos fueron rápidamente suplantados por una inadvertida generación de maquinitas eléctricas, eficaces y en buena medida velocísimas, según fueran sagaz e intuitivamente operadas. Con ello se olvidó para siempre aquella molesta pero anhelada suerte de recorrer con el índice en movimientos circulares, repetitivos y constantes, el rollito de tela entintada negra, azul o bicolor, para continuar escribiendo infinidad de documentos, cartas, memorándums, cuartillas y cuartillas, y de paso, la odiosísima tarea de aplicar correctores líquidos o autoadheribles, dejando indecorosa muestra de falta de atención al aplastar erróneamente pero con fuerza definitiva, las preciosas y relucientes letras del teclado.

Antes de alcanzar a entender el complejo mecanismo de esos magníficos aparatos, —fuera con ayuda de manuales instructivos o capacitaciones esporádicas—, y ese innovador sistema de múltiples funciones mejoradas incluidas en cada modelo, llegó, sin previo aviso, una nueva oleada de computadoras de escritorio, y de igual manera, con otra estrepitosa, desconocida e incalculable velocidad, esa misma oleada desplazó también a otras herramientas electrónicas, igual de útiles y complicadas pero en definitiva hoy obsoletas.

¿Quién se iba a imaginar?, en tan poco tiempo, esa tremenda vorágine tecnológica nos iba a arrasar. Apenas empieza uno a acostumbrarse a los escandalosos movimientos del chachachá o rocanrol, cuando llegan así nomás, de sopetón, la quebradita, el reggetón, o la cumbia texana. ¿Qué está sucediendo?

Dicen que se han estado escuchando por ahí rumores acerca de las funestas experiencias suscitadas ante tan dramático y despiadado arremetimiento cientificotecnológico.

Un casi imperceptible sentimiento de desconfianza y ansiedad está creciendo, incluso se dice que algunos han sido presa fácil de una insólita e indeterminada clase de miedo, fobia discreta no conocida del todo hacia cualquier artilugio electrónico, repulsión, según especialistas, igual o peor a la que se siente frente a lo desconocido.

A veces pienso que son puras patrañas y no puedo decir con exactitud de qué se trata, pero ayer que salí a bolearme los zapatos y miré en un anuncio del periódico la nueva Ultimatum 5100, se me revolvió el estómago (casi me cago de la emoción).

Esa microcomputadora de última generación estaba hermosa, venía incrustada en un elegante reloj pulsera con cristal de zafiro; además de dar puntualmente la hora y ejecutar sin problema las ya cotidianas e indispensables funciones para la operación de una moderna y eficaz oficina ejecutiva, incluía de regalo microtarjeta de 1.5 Terabytes, suficiente para almacenar cientos de miles de archivos, canciones, fotografías, videos, documentos, etcétera; un procesador de doce núcleos y memoria RAM de dieciséis gigas.

Además, leí que la magnífica pieza traía su propio sintonizador de Frecuencia Modulada con calidad estéreo, capaz incluso de recibir señales radiofónicas de cualquier recóndita región del mundo; adaptación doble para micro puertos USB 4.0; receptor de televisión abierta preparada también para más de dos mil quinientos canales privados en HD; conexión a internet vía 6G y Wi-Fi 802.11s ultrarrápido; proyector luminiscente cinematográfico para actividades académicas o de entretenimiento; exclusivo software All in One y acceso a más de cuatrocientas mil aplicaciones para realizar prácticamente cualquier tarea que tus caprichos deseen; acceso a todas las redes sociales existentes, y por si fuera poco, asistencia 24/7 con el respaldo de un ejecutivo personal los 365 días del año durante sus 5 años de garantía.

¡Uf! Vaya con ese aparatejo, sólo le faltaba un botón para activar la alarma y un sistema de autodefensa explosiva en caso de ser sorprendido en estación de metro o colectivo por bribón o atracador de infames pretensiones, aunque no dudo que los últimos modelos chinos ya tengan éste y otro tipo de funciones parecidas.

Ahora que lo pienso bien, me resulta pavorosamente complicado intentar siquiera mantenerme al día en estos menesteres. Sale a la venta hoy un moderno artefacto y mañana ya habrá otro con docenas de utilidades adicionales. Compras un teléfono celular, como si no hubiera sido poco creíble su uso hace algunos años, y en los modelos nuevecitos, además de conocer tu ubicación exacta dentro de un inverosímil pero verdadero mapa mundial miniatura gracias a la tecnología GPS, puedes ver y escuchar simultáneamente a varios interlocutores sin importar dónde te encuentres; supongamos que tú estás en la peligrosa Tijuana, yo aquí con el bolero, y él o ella, en la blanca Mérida; con unos simples toques de pantalla y clics, sin importar los más de cuatro mil kilómetros de costumbres y distancia, todos nos vemos con tranquilidad el rostro y platicamos, sin complicación. A eso le llamo evolución a todo vapor, un auténtico tsunami de nanotecnología. Cómo no sentir miedo. Imagina qué sucederá en próximos años, quizás meses.

Entonces, justo antes de concluir la reiterativa faena del bolero, me percaté de la inmensa cantidad de instrumentos fabricados mediante técnicas certificadas y tecnología de punta cuyas deslumbrantes carcasas ostentaban triunfalmente, —como si se tratase de atavíos dorados o multicolores o trofeos o medallas—, los colegas impacientes de la fila que esperaban turno para lustrar su calzado.

Un escalofrío me destempló las cervicales, la piel de la nuca se me hizo de gallina. Mi respiración, extrañamente, se fue acelerando. Puse atención y vi pasar mucha gente con su smartphone ultra moderno; reproductores de audio del tamaño de media cajita de cerillos con audífonos diminutos inalámbricos, —ingeniosamente colgados de las orejas con un ganchillo muy bien ocultado por la parte de atrás de las mismas orejas—; mini consolas con centenares de juegos de videos en 3D; bolígrafos con lámpara y rayo láser verde o rojo; cámaras fotográficas de al menos cinco megapixeles, aptas también para grabación y edición de video de alta definición.

Lo supe entonces, aquella insignificante e irrisoria perturbación, empezó a transformarse, con imparable lentitud, en un pánico desmedido.

Luego observé a los otros, aquellos que no portaban nada, esos pobres no levantaban la cara, arrastraban la mirada, parecían perdidos, se veían abatidos y lastimados emocionalmente, caminaban sin rumbo y cuando parecía que iban a chocar con las paredes, daban vuelta a la izquierda o la derecha, y seguían su camino hacia un destino incierto. Sentí una profunda pena. Pobres miserables, me dije, no es posible que estén así más que por su propio gusto.

Entonces decidí regresar pronto a mi despacho, empecé a sudar en abundancia, saqué las monedas, al pagar noté una infinita alegría en el rostro del amigo lustrabotas, y cómo no si en su muñeca portaba un increíble reloj pulsera idéntico al del anuncio, con el plus de llevar correa de cocodrilo.

Esto es insoportable, me dije y me enfilé hacia la oficina. Luego de pensar largo rato, supe de esa horrorosa sensación, —semejante a dar un paseo por la montaña rusa o a la pesadilla donde eres perseguido y nunca alcanzado—, esa, esa infrecuente y malsana emoción, se transformaba también, en un purísimo estado de envidia. Tenía que hacer algo, esto no podía seguir así.

Hice un rápido recuento de utensilios de mi pertenencia, lo más parecido que un día tuve en las manos, fue un revolucionario instrumento mediante el cual, el dichoso poseedor, podía cambiar los canales del televisor, con la favorable ventaja de hacerlo desde el sillón, sin levantarse, es decir, desde una distancia media; eso para mí había sido sorprendentemente conmovedor. Fuera de eso, nunca tuve instrumento parecido.

Pero la recién llegada celotipia se hizo voraz y sorpresivamente inconmensurable. Tomé unas píldoras y me relajé un par de horas para que el miedo se fuera desvaneciendo.

Ya calmado, fui a toda prisa al cajero automático, —otro de esos inventos esplendoroso, a quien por cierto un día perdí todo respeto y jodí a patadas, pues el muy insolente se había negado, rotundo, a entregarme mi quincena—. El caso es que, con los nervios del joven que va a recibir su primer beso, introduje mi tarjeta de crédito, tecleé parsimoniosamente el NIP, retiré suficientes billetes y corrí al almacén más cercano.

Y aunque no lo sé usar del todo, al fin pude adquirir a plazos, uno de esos fantásticos y majestuosos aparatitos, como el del anuncio del periódico, igual al de mi amigo el bolero.

Hoy, ya puedo andar tranquilo en la calle o por los pasillos de la empresa, sin miedos ni presiones, y sin que nadie se percate de mi disimulada tecnofobia.

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