CRÓNICA: DE NUEVO UN 19 DE SEPTIEMBRE

por Alberto Curiel

Por Alberto Curiel

A 22 años de la tragedia, la ciudad de México rememoraba uno de los acontecimientos que más devastación ha traído para la capital del país: el cada vez más lejano sismo ocurrido un 19 de septiembre de 1985.

Los relojes marcaban catorce minutos después de la una de la tarde, el tradicional simulacro llevado a cabo anualmente en esta fecha hubo concluido horas atrás; el recuerdo era latente.

Fue entonces cuando la idea de un mareo repentino se apoderó de las masas, un mareo que surge como negación inmediata de lo que ocurre realmente, preferible una jaqueca, cierto aturdimiento que huye prestamente a pesar de que es sujetado con fuerza, se desliza, no es posible conservarlo como justificación. El suelo volvió a moverse y la alarma sísmica se activó. No hubo tiempo para antelar estrategias de resguardo, los más afortunados evacuaron edificios, unidades habitacionales, oficinas, despachos, casas o negocios entre tumbos y tropiezos, los menos, se aferraron a los pilares de las altas estructuras en las que se encontraban, corrieron escaleras abajo, abrazaron a sus seres queridos o rezaron en la soledad de su morada.

Los autos estacionados en el pavimento oscilaban como si permaneciesen aparcados en algún compartimento perteneciente a un navío marítimo. Las calles de la Ciudad podían mirarse desde las alturas, anegadas en tumultos de personas expectantes, de peatones que pugnaban por mantenerse en pie, asustados, rogando quietud, consuelo. Los segundos que discurrieron desde el inicio de la sacudida se convirtieron en horas para aquellos que los presenciaron, hasta que de pronto la sacudida cesó.

Los teléfonos celulares comenzaron a salir de los bolsillos de los transeúntes, los dedos se posicionaron inexorablemente sobre las pantallas táctiles de los dispositivos inteligentes, las palabras de aliento, el estrés, las preguntas típicas de las catástrofes de esta nomenclatura ya se tenían en mente. Las redes sociales digitales fueron el mejor medio para comunicarse, los reportes que aseguraron el bienestar de algunos capitalinos no se hicieron esperar a través de tuits y demás publicaciones, sin embargo, hubo otros, aquellos que no fueron tan venturosos, los que quedaron mudos, enterrados.

Patricia, recepcionista de un gimnasio en la delegación Azcapotzalco, no tenía Facebook, la luz, la energía eléctrica había huido en la colonia ProHogar a causa de la caída de varios postes de luz, ella, como muchas otras mujeres, madres, hermanas, hijas, lloraba descontroladamente, ¿qué había ocurrido más allá de lo que podían ver sus ojos? Le era imposible abandonar su lugar de trabajo a pesar de que este hubiera quedado vacío, la multitud preocupada a su alrededor se debatía entre la incertidumbre y la esperanza, los automóviles comenzaron a desplazarse con celeridad sobre la avenida Cuitláhuac.

Ella sólo pudo especular, andaba a ciegas en un mundo tecnológico, silente en la avenida de los murmullos. El paradero de su único hijo le era desconocido.

Se arrojó a la frialdad de la barra de recepción,  a la indiferencia de la banqueta, vislumbró la calle borrosa en búsqueda de la nitidez, no lograba ver bien, necesitaba sus anteojos. Una silueta, necesitaba una figura que le brindara salud mental, una llamada; no había señal en los teléfonos.

Tibieza en el frontispicio de su eventual morada, una mancha oscura que tilda la luz entrante. Aparece la estampa que esperada, recibe el abrazo del sosiego. De complexión robusta, tez morena y una sonrisa pintada en la cara, su hijo arriba montando su bicicleta color marrón.

Más tarde nos enteraríamos de que el epicentro ocurrió en Morelos, la cercanía ocasionó que las alarmas sísmicas no resultaran tan efectivas. Nuevamente la Ciudad de México había caído, pero ya había quienes le estaban ayudando a levantarse.

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