CONFESIÓN A TIEMPO DE UNA TÍMIDA

por Víctor Alvarado

Por Víctor Alvarado

La muerte no es más que un sueño y un olvido. Mahatma Gandhi

Siento no poder decir mi nombre, me llaman tímida. No me agrada del todo y a pesar de ello he logrado, con ayuda de la rutina, acostumbrarme a cosas peores, no digo desgracias ni tragedias sino tristezas largas y tragos amarguísimos; consecuencia del miedo, del temor. Días y noches sola; minutos, horas, años.

No, no estoy loca, por el contrario, creo gozar todavía de suficiente lucidez. Tímida sí, lo he sido siempre, para eso no hay remedio, pero no desquiciada. Abuela decía: esta niña es tan tímida y lo será siempre, pobre, morirá solita. Abuela siempre tenía razón.

Aunque nada de esto es relevante ahora, cuando me encuentren tirada en esta esquina, si es que lo hacen, y me vean así tan olvidada, se preguntarán, ¿qué habrá pasado a la tímida, a la desdichada?

Casi nunca acepté acercamientos amorosos y menos veces los inicié; pudo ser por mi escasa osadía o, según decían, por mi no tan agraciado aspecto, aunque lo atribuyo más a la ausencia de suerte, buena suerte me refiero. Una vez acepté insinuación de galán, pero éste se desencantó sin razón aparente. Les aseguro que me esforzaba, vaya que lo hacía; maquillajes mágicos, purificadores faciales, tortuosas dietas, horas enteras de entrenamiento, vestimentas de odiosas modas, etc. Nada, nada funcionó. Ni siquiera las visitas a la gitanita.

Y me llené toda de esa aflicción, de ese temor sin razón tan persistente, y fue creciendo su fuerza, y a la par en mí, sus ganas de desaparecerme.

La verdad es que no quise apartarme de la gente, no. Aún así, tendré que cargar con muchas dudas e incertidumbre.

Nunca supe, aunque quise saberlo, qué demonios llevaba la rubia del tercer piso todos los días en su canasto. Con el joven gimnasta de planta baja, no me atreví siquiera a interceptar mirada, y mucho menos preguntar, aunque así lo quería, cuál habría sido la mejor rutina de ejercicios.

Nunca, nunca, tantos “nuncas” como las cuentas ensartadas de un rosario. Nunca supe si la chica frente a mi escritorio, con quien compartí dieciséis años de trabajo, habría aceptado charlar y beber café con pastelillos, simple café y simples pastelillos; tampoco me dirá si era, como yo suponía, violeta o lila su color favorito.

No sabré si el portero de la vecindad coleccionaba tarjetas —de béisbol o americano—, y luego con ahínco intercambiaba con los chavales. Nunca pregunté. Nunca me atreví. Qué vacío, créanme, qué vacío tan inundado de tristeza.

No fue fácil, nadie lo ha dicho. Cohabitar con miles de almas en esta desolada ciudad, andar por enmarañados bulevares y calles malplaneadas, sin compañía, solita, olvidada. Andar en un cosmos bardado, sólo mío, encerrada en el habitáculo de una existencia desesperada, confinada en un espacio de ahogo sin ventana, sin triza de amor. Ese amor, tan hermosamente ilustrado en las libretas del corazón. Nada fácil.

Ni siquiera sé si me adapté bien a las añoranzas rutinarias, a los “a veces”, como adulta, a esa inercia del abandono y de las emociones espontáneas, a ésa, la tranquilidad del amanecer que acaricia y busca algo entre las sábanas, a la cíclica y terca marea de la necesidad maternal, a las porciones individuales de puré de papa, al contiguo asiento desolado de las matinés dominicales, a los persistentes espejismos que se filtran por la ofuscación del pensamiento, a las infinitas noches de sueños malditos, a las eventuales dosis de alegría que llegan siempre tarde o a la costra dejadez, absoluta e irremediablemente parasitaria.

Pero ha llegado este momento, y con algo de certeza, creo saber por fin, que no todo fue desperdicio, estoy preparada para dimensionar esta paz, esta nueva calma llenadora, este placer del recuerdo, este añorar mis libros, mi café y mi vino, este regodearse en la memoria, este paladear la música. ¿Puedes oír? ¡Vaya pieza! Nunca creí sentir esto que ahora siento.

Hace un rato, cuando caí en este último rincón y morí de tristeza, al fin pude decir sin temor y sin pena que acepto las consecuencias de la vana voluntad manifestada a mis semejantes, reconozco mi desdén hacia ellos. Si hay culpa, esa es mía, y si por ella será éste mi tormento, que sea pues mi medicina, aunque en verdad, ya nada importa.

Esa cerrazón mía de navegar, ya casi delirada, por la intolerancia, venía a perturbarme el juicio, a incitarme con su lengua de los males podrida, y a arrastrarme hasta los confines de mi precipicio.

Fácil habría sido iniciar una charla, con quien sea, lo sé ahora, muy fácil. Era cuestión de voluntad, todo es cuestión de voluntad. Me pasé de tímida.

En esta puerta gris de mi corazón desertado, nadie tocará. A este apartamento viejo y descuidado, nadie llegará. Abuela tenía razón.

La desesperación me dio las pastillas; hipnóticos caramelos de la efímera vida; placebos para curar una enfermedad no definida, y guía para escapar del laberinto perpetuo de la ira.

Sépase, las tragué forzada no para dejar de vivir; eso, aunque descabellado, habría sido un acto valeroso, digno. Menos, para dejar de sufrir desdibujando mi camino, ni para irme volando por el limbo del olvido y jamás volver. Lo hice para dormir, mucho tiempo, para ir sin moverme, a donde sea, pero lejísimos, para zarpar de Puerto Triste y arribar a Paraíso, para cerrar los ojos de una vez, y blindar mi alma de la angustia que la enviste, para dormir y olvidar y borrar y eliminar, para luego despertar.

La experiencia dice que los problemas se disuelven al cerrar los ojos; cuando los abres, ¡voilà! Lo malo quedó atrás.

No pienses en lo sucedido hace veinte minutos, menos, en lo de hace años; es obvio, simple, cierra los ojos y espera que todo pase, espera, como ya lo dije, que todo se disuelva. Hoy te enojas y llenas de ira pero mañana podrías encontrar otra oportunidad.

Por primera vez quiero ser sincera y dejar por un lado las patrañas. Confieso que tengo la fuerte fe y firme esperanza, de que una vez despertando, me dé cuenta de que deliberadamente confundí el frasco e intencionalmente la vida. Ojalá. Ojalá me haya equivocado.

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Maria Magdalena in Meditazione >> Jusepe de Ribera, 1623

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