APARICIONES

por Iván Dompablo R.

Por Iván Dompablo

Apareció así sin más en una tarde. Lo recuerdo perfectamente: la luz amarilla que se filtraba por entre las hojas de la buganvilia y se purificaba en el cristal de la ventana iluminaba el rostro de Valeria, o quizá lo resplandecía el milagro. Ella me llamó: —Hay un hada allá afuera, ven a ver— me dijo, y contra toda lógica me levanté de la cama y fui, junto a ella, a contemplar el milagro. Al principio no vi nada fuera de lo común: estaba el mismo jardincito pobre de siempre con su tulia inadaptada, cada vez más triste; unos geranios todavía sin flores; tierra y ramitas al por mayor; pero del hada ni el polvo. Observé a Valeria con un poco de recelo, mas sus ojos seguían empeñados en mirar hacia el mismo punto del jardín, volví a ver, y está vez mis ojos buscaron más allá del jardín llegando hasta el zaguán blanco de la entrada en donde el perro dormía la siesta. Nada. “¿No se estará volviendo loca?”, pensé por un breve instante, entonces su mano derecha tomo uno de mis hombros y mientras me abrazaba señaló el lugar exacto.

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El hada del lirio » Luis Ricardo Falero

 

Junto a la tulia vi algo, una planta medio seca. —Mira, esa es su cabeza…—, dijo Valeria, y poco a poco fue describiendo cada miembro del cuerpo, incluso las alas. —Eso es una lechuga— iba a replicar yo, e hice bien en no hacerlo porque en realidad era una col, cuando noté que sí, que efectivamente parecía un hada. Lo que pasó después no sé si atribuirlo a magia, a la luz de la tarde, a locura compartida, o al increíble poder de convencimiento que tenía Valeria, pero la col fue convirtiéndose en hada hasta el punto de paralizarme y hacerme suspirar mientras que afuera, con el viento, el hada agitaba sus alas.

Esa tarde mágica Valeria y yo no dejamos de hablar, mientras comíamos, de la maravilla de tener un hada en el jardín, y por la noche, luego de hacer el amor, dormimos plácidamente, ella en posición fetal y yo a su espalda, abrazándola, con mi mano derecha acariciando fervorosamente su vientre como si en él se acabaran de engendrar todas las flores. En realidad aquella noche dormí muy poco, desde el jardín el murmullo suave del hada me llamaba a sus brazos, mientras yo miraba el semblante reposado de Valeria: la respiración tranquila y una leve sonrisa en su rostro era el reflejo exacto de la propia. Estábamos enamorados y éramos uno. Aquellos fueron los días más felices de nuestra relación.

Sé que ahora no podría explicar lo ocurrido, la memoria es traicionera. Sin duda hubo muchos desencuentros entre ambos, sin embargo con los años los he olvidado. Recuerdo pocas cosas, fragmentos, postales que me envié desde el pasado y sin saberlo. Hay felicidad en esos días a excepción de uno. Ese día ambas se fueron de mi vida. Volví y sólo el viejo perro se acercó a recibirme. Estaba cansado, de alguna manera ya lo sabía, por eso ni siquiera quise mirar hacia el jardín cuando entré a la casa. Una carta (que me negué a leer en ese instante y coloqué junto a la cama donde me desplomé), los cajones abiertos y vacios, la oscuridad y la fiebre, los recuerdos amotinándose en mi contra. El frío, los parpados resecos, la luz de la luna a través de la ventana, la tulia y los geranios abandonados en el jardín, y un ala rota y reseca.

Nunca la busqué a ella, a Valeria: la carta me lo prohibía terminantemente y yo no quise tentar mi suerte una vez más, quizá me había desgastado demasiado sin darme cuenta. La vida nunca más volvió a ser la misma. Lo que fue de su existencia no sabría decirlo, pero siempre anhelé reencontrarme con el hada, algunas veces los rostros de jóvenes mujeres me hacían recordarla, “ahora tendrá dieciséis años”, pensaba, y miraba atentamente los ojos de las adolescentes que viajaban en el mismo tren que yo, pero ninguna era ella.

Hasta que una noche la sentí. Acababa de cumplir los cuarenta y cuatro años el día anterior, daba un taller de literatura y vivía solo nuevamente. Recién había oscurecido y yo caminaba de regreso a casa cuando algo en mí se inquietó de forma extraordinaria, pasos más adelante pude ver el vestido blanco estampado con lo que parecían algunas flores de colores, el cabello largo y rizado se agitaba con el viento, y un aroma dulce como de flores inundó el ambiente. Con mucho esfuerzo traté de calmarme, no deseaba asustarla: el lugar era solitario y ella caminaba de prisa. Así, guardando la distancia suficiente para no perderla de vista continué mi camino, pero sorpresivamente ella se detuvo y fijó la vista en el cielo. Cuando pasé junto a ella noté que parecía mirar la luna y llorar. Por un instante vacilé, pero una última pizca de razón me ordenó seguir adelante. Había avanzado dos pasos cuando escuché su voz: —disculpe, ¿tendrá un encendedor?— dijo. Cuando acerqué la llama se iluminaron sus ojos húmedos, había un abismo frente a mí. Era ella.

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