5. LA LIBERTAD (1/2)

por Alejandro Roché

ABRAXAS

Xalostoc… Xaltenco… Xaphan… ¿Ese no es un lugar? —se dice Deizkharel, tacha la palabra y escribe: “Xaltocan”. Deizkharel en medio del congestionamiento vial, en una pequeña hoja de papel escribe nombres de lugares, cuya letra inicial sea la letra “X”. La palabra Xaphan sin razón alguna viene una y otra vez a su labios, y desesperado por no poder apartarla de su mente arroja el papel por la ventana del coche, mira hacia delante; la hilera de autos se le antoja interminable, pero también se da cuenta del cigarro apagado entre sus labios, entonces enciende un cerillo, mas ni siquiera lo acerca a su boca, prefiere observar la llama, ese pequeño fuego le atrae, lo seduce, parece hablarle susurrándole palabras inentendibles, aun así, intenta comprenderlas. El fuego en el cerillo se torna infinito y a Deizkharel quisiera observar toda una eternidad esa pequeña llama, pero el estridente sonido de un claxon lo vuelve a la realidad. Tira el cerillo por la ventana y avanza nuevamente unos cuantos metros para volverse a detener. Enciende la radio donde sólo escucha un locutor y llamadas estúpidas; prefiere apagarlo para observar el tintineo de las luces rojas en el avance y frenado de los automóviles.

Los segundos se escurren en el parabrisas, cada gota de lluvia es un suspiro en Deizkharel, quien insistentemente revisa su reloj, inquieto voltea a los lados y lo único que observa son rostros iracundos, parejas discutiendo; prefiere desviar su mirada al cielo donde la  lluvia y algunos relámpagos son el espectáculo que brinda la naturaleza para romper la rutina diaria.

Sin percatarse, Deizkharel llega a su casa de manera autómata. Estaciona el auto y sube a su departamento. La sala se halla completamente a oscuras, sin prender la luz se dirige a su recamara, pero duda al querer abrir la puerta; no quiere entrar. Hay un enorme fastidio en su actitud. Por un lado; quiere dormir, mas no desea ver a su esposa, ansía estar solo, disfrutar de un buen baño, dormir imaginándose en una isla desierta, lejos de todo, ahí, donde nadie le moleste, recostado en la arena, donde el sol y la brisa marina acaricien su cuerpo al compás de las olas.

Después de mucho pensarlo y repetirse que esa isla lejana no existe; la arena más cercana se halla a kilómetros de distancia, el sol dista muchas horas de salir y el agua más inmediata es la lluvia; después de repetirse esto se convence al musitar: “Que patética es tú vida”, Resignado entra a la recámara. Alétse ve un programa de televisión, al ver a Deizkharel, apaga el televisor, se levanta, en un abrazo lo besa:

—Me tenías preocupada, cariño. ¿A dónde fuiste? Ya es muy noche.

—No importa —sentándose en la cama— quiero bañarme —se quita los zapatos—. Alétse busca la ropa de su hombre, mientras éste la observa detenidamente, le es desconocida, distante, como si ella no perteneciera a su isla lejana. ¡No! Ella es una intrusa y le recuerda que el mar está muy lejos y ese utópico lugar sólo existe en su imaginación. Eso él ya lo sabe. ¿Pero por qué tiene que recordárselo? ¿Qué acaso no basta con la realidad? ¿Entiende perfectamente que sólo es un pequeño mundo inventado por él? Esa isla es el único lugar donde sus pesadillas y más profundos temores no pueden llegar, pues sólo ahí puede descansar y sentir la seguridad que en el mundo no encuentra.

En días como hoy añora su soledad y en sus recuerdos busca el momento en el cual Alétse llegó a su vida, sin embargo no puede, ni siquiera tiene memoria de ella, sólo una vaga idea le insinúa que esa mujer es su esposa, y eso es suficiente para él, porque no desea saber más de ella.

Se recuesta en la cama. De su pantalón saca una cajetilla de cerillos y enciende uno e imagina que esa pequeña llama es el sol, él está tirado sobre la arena y siente plenamente la humedad de las olas en sus pies. Cierra los ojos, ahora ve multitud de lucecitas semejantes a estrellas fugaces y, veloces, atraviesan el manto oscuro que vela sus ojos. De pronto, todas las luces se arremolinan en un solo punto formando un cuerpo semihumano, con el rostro de fuego, los ojos pálidos, sus brazos, manos y cuello brillan con la intensidad del firmamento en un día refulgente, ataviado con miles de estrellas, resplandece con rayos de luz nacientes de su cabeza coronada por un sol.

—¡Gloria al que es, ha sido y será por los siglos de los siglos!— su voz retumba hasta el infinito en multitud de tonalidades. ―Escucha, Deizkharel; el demonio está por despertar, mira el cielo―. Deizkharel, con los ojos cerrados, puede a través de las paredes ver el firmamento estremecerse con el tiritar de las estrellas intimidadas ante una media luna que, con sus cuernos desafiantes, apunta al cielo dispuesta a saltar de un momento a otro para desgarrar esta textura.

—El mismo cielo presiente el despertar de la bestia. El hijo del Demonio camina entre los corderos y esclavizará a los débiles de espíritu. Debes detenerla, porque hoy encarnará expandiendo sus dominios más allá de donde se le está permitido. En esta noche la muerte reclamará a los hijos que no han deseado acudir a sus brazos.

Deizkharel suspira y ríe pensando que es otra pesadilla, sólo es una ficción, un espejismo causado por el cansancio; no obstante, el ensueño es agradable y pregunta:

—¿Quién eres tú?

—Yo soy la Shekina; la Gloria de Dios. Soy tu protector, debo velar por tu vida, tú eres el elegido para detener y dar muerte al Demonio, pero tal vez no podrás matarlo, y por eso el Señor envió a un Malak, él te visitó esta mañana y te ordenó que mataras al hijo del Demonio, sin embargo logró escapar y él está por visitarte, viene por ti. Hay poco tiempo antes de que él venga. Cuando llegue debes matarlo o te devorara apoderándose de tu mente, cuerpo y alma… ¡Oh, no! Ya está aquí. Ya no puedo seguir hablándote o él notara mi presencia.

—Ding Dong

—¿Quién será a estas horas?

Pregunta Alétse, y dirigiéndose a Deizkharel le sugiere:

—Quieres ir a abrir, cariño

¡Otra maldita pesadilla!, se dice Deizkharel a sí mismo; no obstante, la curiosidad le hace dudar, porque podría ser cierto, regularmente sus alucinaciones no dialogan, sólo lo torturan con imágenes grotescas, atroces y sangrientas. Comienza a pensar en lo sucedido esta mañana y considera que no fue normal y tampoco esa extraña persona que comenzó a hablarle en el Templo, ¡Sí! al parecer la había olvidado, todo es muy confuso, como si jamás hubiera ocurrido, es distante, lejano y apenas puede evocar algunas palabras. “¿Qué sucedió en la mañana?” Hasta donde logra hilar algunas memorias, recuerda haber comulgado. “Y… es una pesadilla… ¡Sí, todo es una pesadilla!”, se dice a sí mismo nuevamente.

Sin recibir contesta de Deizkharel, Alétse decide ir a abrir la puerta.

—Buenas noches. Disculpe la molestia. ¿Aquí vive Deizkharel?

—Sí, ¿Para qué lo busca?

—Mhmm, lamento molestar a tan altas horas de la noche, pero su esposo y yo… ¿es usted su esposa?

—Sí…

—¡Ah! No quisiera confundirme ni que ello se prestara a malas interpretaciones, pero bueno, volviendo al hecho de por qué estoy aquí; su esposo y yo nos conocimos el día de hoy y él muy amablemente me ofreció alojamiento, rechacé su invitación por no abusar de su hospitalidad, pero al buscar hotel me lleve la gran sorpresa de que todos están al tope y, bueno, heme aquí, pidiendo hospitalidad.

Alétse no responde a tanta palabrería, porque su atención es arrebatada por una gabardina de fieltro azul oscuro sin abotonar que deja entrever un traje en un tono más claro; ambas prendas de una calidad cuestionable. Los zapatos descuidados en extremo con una agujeta rozando el suelo, semejan al cabello cobrizo que a cada movimiento de labios cobran vida propia, pero Alétse al alzar la vista nota que la causante es la calefacción. El visitante al notar la tardanza de respuesta, en tono más amable entrecruza las palmas con mirada fija en Alétse.

—Espero no le moleste mi presencia, de lo contrario me puedo retirar y ¡ah! no se preocupe por mí; no es la primera vez que no hallo hospedaje, el hecho de estar aquí fue la actitud de su esposo y…

“Vaya que tipo más chocante”, se escucha en los adentros de Alétse. Sin duda alguna su aspecto deja mucho que desear, no obstante se siente atraída por un “algo”, el cual no puede explicar; mas, haciendo un lado esa atracción responde.

—No, señor, por supuesto que no es molestia, si mi esposo lo invitó, por mí no hay problema; es más, permítame ayudarle con su maleta.

—Lo siento, pero no traigo equipaje.

—¿No trae? ¿Dónde lo dejo?

—Mhmm cuando viajo, lo hago sin equipaje, es un estorbo, además no lo necesito.

Alétse le mira extrañada, a lo que él complementa.

—Comprendo su turbación, señora, pero no me gusta cargar con recuerdos, yo sólo vivo en el presente, el pasado no existe y el futuro… mhmm mejor callo boca pues no quisiera asustarla con mi muy particular estilo de ver la vida.

Alétse levanta los hombros, una mueca en su rostro denota su indiferencia, y abre la puerta para dar paso al visitante.

—¡Ah! pero que falta de modales. Mi nombre es Dadahellux C. Sator, los que me conocen y guardan respeto me llaman C. Sator. ¿Con quién tengo el gusto?— Al tiempo extiende su mano, ella tímidamente corresponde el saludo y forzada contesta sonriendo —Yo soy Alétse, mucho gusto.

—Igualmente.

Ambos se sueltan la mano, Dadahellux entra en el departamento, con manos en los bolsillos de la gabardina camina por un pasillo y llega a la sala, en tanto Alétse cierra la puerta y camina tras él. Dadahellux toma asiento en medio del sofá.

Alétse entra en la recamara y, sorprendida, Halla a Deizkharel sentado en una silla frente al espejo observando su faz deformarse en gesticulaciones. Por un momento ella le mira extrañada y Deizkharel, absorto en su imagen reflejada, no escucha la voz de su cónyuge. Ella camina hacia él, colocándose tras su espalda desliza las manos en el pecho, él apenas se percata de las féminas palmas que suavemente le acarician y, tornando su rostro apacible, Deizkharel inclina la cabeza de lado izquierdo rozando con la mejilla el antebrazo de Alétse, ella al oído pregunta.

—¿Me amas, Deizkharel?

“¿Me amas Deizkharel?” son palabras tan fuertes que resuenan hondamente erizándole la piel. Ésa es una pregunta que él se hace muy a menudo y, después de mucho pensarlo, aún no llega a una conclusión definitiva, pero a pesar de lo que ello implica, no se lo va a decir a su esposa y contesta.

—No recuerdo si alguna vez lo he dicho…, pero te amo y siempre te he amado desde el primer momento en que te conocí… ¿recuerdas? Eran cerca las doce de la noche…

Y bla, bla, bla… Deizkharel se sorprende al escucharse, pues por un momento se sintió acorralado, pero ahora con un poco de habilidad e ingenio sale del aprieto. Lo más extraño de todo, es que apenas hace unos minutos su esposa era una desconocida, y ahora puede recordar el más ínfimo detalle de esa mujer tras su espalda.

—…en ese momento comprendí que me había enamorado de ti, ignoraba cómo, pero tú y yo deberíamos ser marido y mujer… ahora estamos aquí juntos… tú y yo… solos…

—Sí pero… ¿no te gustaría ser padre? Yo quiero tener un bebe.

“Otra vez la burra al trigo”. Deizkharel no comprende por qué las mujeres tienen esa manía por querer ser madres, es un sentimiento que quisiera asimilar, mas, aún no puede. A través del espejo ve a su mujer a los ojos con la intención de penetrar en sus pensamientos. Piensa que si lo logra, le sería más fácil entender las ansias que tiene por querer ser madre. Muchas veces piensa en ello y lo único que ha podido determinar es que la maternidad está en su naturaleza sin poder hallar otra explicación. Evita pensar en ello, porque después de horas meditando al respecto, también ha llegado a la conclusión de que huir y permanecer en su isla lejana es mucho más fácil que esforzarse en entender a su esposa.

—Ya platicamos. También quiero ser padre y me encantaría verte embarazada, lucirías adorable, pero… ahora no es el momento… aún no.

—¿Pero entonces cuándo…?

—Mira… ¿qué es eso?… ¿música?

—¡Sí! Lo olvidé, es un tipo. Dijo que se llama Dadahellux, está en la sala…, dice que lo conociste hoy…

—¿Dadahellux?

—Eso me dijo. ¿No lo conoces?

A Deizkharel lo único que le viene en mente es el tipo de esta mañana, de quien no supo su nombre. Sí, es él. ¿Qué querrá? Por un momento se le ocurre que existe relación entre sus pesadillas y esta persona, no obstante desecha toda posibilidad por carecer de lógica.

—¿Y lo dejaste pasar?

—Pues… me dijo que tú lo invitaste a la casa.

—¿Yo? Para nada, se invitó solo.

—¿Pues sabrá? Pero él está afuera. ¿Y ahora que hacemos, cariño?

Quitando las manos de Alétse en su pecho, Deizkharel se levanta, camina hacia la puerta, antes de abrirla voltea y, molesto, contesta.

—Recibirlo ¡Que otra nos queda!

En la sala, Dadahellux revisa la colección musical de Alétse, “Y éste qué se cree”, piensa para sí Deizkharel, mientras le invade una sensación de repulsión. “¿Repulsión? —se pregunta— ¡Sí!” Le contesta una voz desde su interior, mas no logra explicar el motivo, pero el cabello cobrizo meneándose al compás del vals le atrae y fascina, porque le recuerda una suave brisa marina en una puesta de sol, y aun con ello el sentimiento de repulsión no desaparece, cobra fuerza y opaca esa insólita atracción que le embelesó y el rechazo hacia Dadahellux transmuta convirtiéndose en odio, cierra las palmas en puños y justo cuando decide golearlo, Dadahellux voltea y con gran jubilo saluda a Deizkharel.

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