4. LA PREPARACIÓN (1/2)

por Alejandro Roché

ABRAXAS

Aun  no amanece, pero de un sueño inverosímil Deizkharel recobra la conciencia, y aun antes de abrir los ojos de un sobresalto se sienta al borde de la cama. Su descanso se perturbó por grotescas visiones, arrebatándole la tranquilidad y, aunque él desea volver a cobijarse con el calor de su esposa, sabe que sus párpados no podrán volverse a cerrar. Alétse siente la ausencia de su esposo y entre sueños susurra:

—Acuéstate… todavía es de madrugada.

Deizkharel casi en estado de trance responde:

—No; no puedo. Hoy tuve una visión: el sol caía del firmamento deteniéndolo una nube en lontananza, para devolver la claridad, el lucero matutino intenta iluminar el día, y de la boca del dragón que habita las montañas, brota un arco iris perdiéndose en el cenit, mientras la oscuridad nos abraza, una lluvia veraniega de mil estrellas se precipita sobre nosotros y en un suspiro de las aguas del Argos emerge el Fénix[i], surcando los aires pretende devolver la esperanza a los mortales; sin embargo, en su vuelo se topa con la lechuza, ave de mal agüero, quien presagia la muerte del creador, su antónimo, y de dioses menores para dar paso al renacimiento del Dios que ya existía antes de que Cronos[ii] fuera concebido.

—Tú y tus sueños; ya duérmete.

—Es algo más y no sé qué es.

Deizkharel no puede explicar la sensación que le perturba, pero sí sabe que su esposa no entenderá; en cambio, ella, con una mano acariciando la espalda de su cónyuge, intenta convencerle de continuar durmiendo, pero él, ahora consciente de su realidad voltea a verla, acaricia su cabello, diciendo:

—No, voy a ir a misa.

Deizkharel coge un pantalón y se enfunda en él, lo mismo con una camisa, se ciñe el cinturón, calzándose los zapatos da un beso en los labios a Alétse, despidiéndose de ella:

—Adiós, regreso en la noche.

Deizkharel baja al estacionamiento, pero recuerda que su coche está en el taller, sale del edificio y en la esquina decide esperar un taxi; sin embargo, la claridad matutina invade el ambiente, a lo cual prefiere caminar hasta la avenida, porque una emoción desconocida le apresura, es una asfixia, le corta el aire y lo ahoga, si el andar es lento, apresura el paso, quiere detenerse y dar marcha atrás, mas no puede, es un títere y fuerzas desconocidas manipulan sus miembros. Dos cuadras después, ve un taxi acercándose por la retaguardia con el letrero en el parabrisas “LIBRE”; a un movimiento de su mano, el taxi para su marcha y sube en él.

—A la iglesia.

—¿Cuál de todas?

—Cualquiera, la más cercana.

En la ventanilla, Deizkharel observa el reflejo de sus ojos y más allá de ellos, las calles de la ciudad, y entre una de tantas, ve a una madre con su niño en brazos que lleva en la mano un enorme globo rojo que a toda costa intenta elevarse en el cielo opaco del amanecer; esto le cautiva a tal grado que su mirada se fija en tal escena hasta que la distancia impide observar, entonces dirige su vista hacia el interior del taxi, y ahí, al lado del chofer, se topa con una estatua de la Santísima Muerte. Deizkharel le presta atención, porque cree que sus ojos vacíos lo miran fijamente y, después de algunos instantes de observarse uno al otro, pareciera que los dientes de la inanimada efigie tiritan, forzando al pálido rostro a expresar una risa sardónica.

Llegado a su destino, Deizkharel baja del taxi y, apenas pone pie sobre la acera, los vientos se arremolinan sobre él. Parado enfrente de la catedral, le amedrenta la inmensidad de lo desconocido, respira profundo. En su interior un silencio perturba sus pensamientos; es una tranquilidad inquietante, pareciera como si sus demonios internos presintieran la aniquilación. Deizkharel mira al cielo y su enormidad pareciera precipitarse sobre él, de no existir entre ellos una distancia insalvable; entonces baja la mirada, ve la plancha de cemento agrietarse a cada momento, emergiendo de ella la tierra que reclama a sus hijos; hijos que deambulan entre la carne, carne que es polvo, polvo que se aglutina y es roca, roca que se erige en templos inmensos morada de Dioses. “Dioses, Dioses, Dioses”; murmura Deizkharel, suspira y contempla sus manos temblorosas como las campanas que con gritos incitan a los fieles a reunirse en templos y adorar la roca para redimir los pecados de la carne que es polvo.

Levanta la mirada y ve las puertas abiertas de par en par, son las enormes fauces de un engendro y a sus pies cuatro bestias. Un león; cuyo rugir resuena en lo más profundo del ser. Un toro; cuya fortaleza ha podido resistir los embates de quienes han intentado derramar la sangre del engendro. Un águila; que cada mañana altiva y serena ronda los cielos por el bienestar de su protegido y en el último escalón se halla un hombre alado empuñando una espada de fuego blanco. Estas cuatro abominaciones resguardan la entrada hacia las entrañas del engendro y a la vez son sirvientes de éste, porque le veneran con cantos exóticos en lenguas muertas.[iii]

Deizkharel sin inmutarse, da un paso y la tierra tiembla, el cielo comienza a llorar, el aire se impregna de amargura y a cada pisada suya el Árbol de la Vida se estremece desde sus raíces dejando caer a las profundidades del Sheol[iv] sus más preciados frutos.

Ante el bramido de consentimiento del engendro, los protectores de la entrada dan libertad de paso a Deizkharel. Antes de poner pies adentro, las puertas internas son abiertas de par en par, por el portero que lleva consigo las llaves. Deizkharel, con la salida tras de sí y a un paso de la entrada, observa en el púlpito a un misógino pregonando su filosofía ante los hombres, que ensalzados en la masculinidad sobajan a sus mujeres, escudándose en las palabras de este lacayo; sirviente del engendro.[v]

Adentro, sus ojos continúan traicionándole, y donde está el Cristo en ataúd de cristal, ve a un vampiro parasitado de tiernas criaturas, a los pies del crucificado ve a una ramera en plena fornicación con el más joven de los doce. Tales imágenes no le intimidan, pues le son cotidianas e incluso se extasía, cuando en lugar de ver a la Trinidad en su gloria perpetua, observa a treinta y tres hermosos mancebos deleitando los sentidos en orgía sexual con la Shemhamfora[vi]; y en contraparte, estos mismos mancebos simultáneamente alaban a una mujer desnuda, repleta de gloria y gracia que se halla en cinta y, a pesar de ello, a un tiempo da a luz y amanta a una criatura tan blanca como la nieve. La mujer es glorificada con el siguiente cántico:

Verdadera madre soy yo de un Dios que es Hijo

y soy su hija, aunque también su madre;

el eterno nació él y es mi hijo,

en el tiempo nací yo, pero le soy madre.

Él es mi creador y es mi hijo

soy su criatura y le soy madre;

fue prodigio divino el ser mi hijo

un Dios eterno, que me tiene por madre.

El ser casi es común entre madre e hijo

porque el ser del hijo tuvo la madre

y el ser de la madre tuvo también el hijo.

Pues si el ser del hijo tuvo la madre,

o se dirá que fue manchado el hijo

o sin mancha tiene que ser la madre.[vii]

Y a pesar de todo esto, nada contiene su voluntad de llegar a donde el sacerdote alimenta al polvo con carne; carne que fermenta la podredumbre en el paladar de Deizkharel que anhela devorar ese alimento, saciar su sed con la sangre derramada, pero sus músculos tensan la lengua, el corazón se agita, las palmas sudorosas se entrelazan para invocar a ese Dios cuyo supuesto cuerpo está a punto de devorar, pues no está seguro de si existe o tan sólo es su aferración a la vida eterna, o a esta miserable existencia en la inmundicia humana, mas sus pensamientos se aturden con frases revoloteando entre sus labios sellados y estas sólo son pronunciadas por palabras mudas.

“…Dios te salve.

A ti llamamos los desterrados…

…a ti suspiramos, gimiendo y llorando

 en este valle de lágrimas…

…vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos,

y después de este destierro…”

Su corazón se acongoja porque la memoria da su espalda negándose a abrir el baúl de los recuerdos, recuerdos que son evocados cada mañana arrodillado frente al altar y, sin embargo, al alborear un nuevo día, sus oraciones yacen enterradas en el panteón del olvido.

—¡Dios te salve, Deizkharel, la gracia del Señor es contigo!

Tales palabras penetran en los oídos de Deizkharel, pero se diseminan en la confusión de su inmensurable angustia.

—¡No temas, Deizkharel! Permite al espíritu alimentarse del cuerpo y sangre del Divino Verbo.

Es entonces cuando Deizkharel logra pasar de un bocado la ostia, y los temores se desvanecen en un suspiro en el mar de la de la tranquilidad, su quietud sólo es perturbada por un cansancio, abrazándole cada fibra de su cuerpo, tal cual si hubiera librado una cruenta batalla.

Lentamente abre los ojos y sobresaltado cae de espaldas ante la presencia sobrenatural de un joven ricamente vestido en telas de oro, su cabeza es ceñida de una corona de plata y rubíes, en la mano siniestra lleva una rosa blanca, un iris y un jazmín de la India, y en la diestra una espada que empuña en todo lo alto, de la cual se desprende aroma de copal.

Deizkharel de espaldas al suelo, contempla maravillado el resplandor de la manifestación divina y no sabe si huir, rezar, hablarle o continuar con sus oraciones, pues piensa que seguramente es sólo una proyección de su mente y por ello pregunta:

—¿Eres ángel de vida o de muerte? ¿Emerges del Gehena[viii] o desciendes del mundo etéreo?

—No temas, Deizkharel. Mi nombre es Metratón. El señor ha escuchado tus suplicas y me encomienda dar término a tu calvario.

“¿Dios escuchó mis súplicas?”, se pregunta Deizkharel y, contestándose a sí mismo: “¡Dios escucho mis súplicas!”. Se alegra enormemente, pues sus sacrificios finalmente han sido escuchados y temiendo caer de la gracia divina, humildemente contesta:

—He aquí el más humilde de sus esclavos, sea pues la voluntad del Señor.

En un parpadeo, Deizkharel se ve rodeado de seis cunas con un nene dormido en cada una. El joven alado con su espada señala una cuna.

—Esta criatura es el hijo de Belial[ix], en su carne se lee el número de la bestia y el Señor te ha elegido para dar muerte al anticristo. Toma esta espada, con ella matarás su cuerpo y lisiarás su espíritu. Sólo esta arma puede dañar a los espíritus sublevados, ya que está forjada con los clavos del suplicio en el corazón de Cristo.

Con la muerte en sus manos, Deizkharel sonríe y se contempla en el acero. Para él, la imagen reflejada es de un hombre hermoso, perfecto, casi un Dios… ¿Dios? “¡No! ¡Tú no eres Dios!”, le grita una voz desde sus adentros “Sólo eres un mortal que día a día reza por la salvación de su alma”. No obstante, su reflejo es una luz cegadora de toda conciencia que aflora sus más profundos anhelos de gloria.

—No debes dudar, Deizkharel, pues la bestia ha devorado a miles de ovejas revistiéndose con su pureza, y ahora pastorea en los campos del Señor.

Deizkharel observa al bebé, es indefenso, hermoso, perfecto, casi un Dios. ¡Sí! Es muy parecido a él, suspira porque una aprensión se apodera de su ser, pues le parece increíble que una criatura sea de temer al grado de pedir su sangre y, temeroso de causar la ira celestial, pregunta a la manifestación divina por qué debe matarlo.

—Él es la bestia, y tu destino es la santidad, de tan enormes dimensiones que sólo tú puedes enfrentar a las huestes infernales. Es por eso que el hijo de Belial manda a sus sicarios; los Caballeros de L´Enfer[x], a atormentarte; mas tu fe en el Señor es grande y ella te ha mantenido en el camino de la verdad.

En tanto, en los adentros de Deizkharel, múltiples voces le susurran encumbrar la espada y extinguir la vida del pequeño demonio y casi convencido de su santa misión, empuña el arma para llevar a cabo la voluntad divina; mas, una fuerza desconocida contiene su voluntad y le hace dudar, pero nuevamente se contempla en el acero y toda incertidumbre se extingue en un parpadeo al contemplar su esplendor e imaginarse que él es un hombre santo, que su vida será inmortalizada en papel y ésta será un ejemplo a seguir. ¿Qué mayor gloria podría desear un hombre? ¿Matar al demonio? ¿Expulsar la maldad de la tierra? ¡Sí! En su vida ansió el poder de la vida y la muerte, y ahora éste se halla en sus manos y con esos pensamientos en mente, la vida del pequeño se extingue en el filo del acero. Gotas de sangre salpican el rostro de Deizkharel e instantáneamente suelta la espada para restregarse los ojos y, cuando sus párpados se levantan; continúa hincado frente al altar y sólo escucha una voz áspera resonando en las bóvedas de la catedral.

NOTAS

[i] Ave de la mitología griega que al morir renacía de sus cenizas, suele relacionarse con la esperanza.

[ii] Dios del tiempo para los griegos.

[iii] Descripción que alude a los evangelistas.

[iv] Una de las múltiples denominaciones para el infierno que se menciona en la Biblia.

[v] San Pedro y San Pablo; dos de los principales pilares de la Iglesia Católica.

[vi] Según la Cábala, la Shemhamfora está conformada por setenta y dos ángeles. Algunos la consideran la “guardia” de Dios, otros creen que conforman la conciencia de Dios.

[vii] Se dice que este poema fue recitado por un niño analfabeto de doce años, el cual había sido poseído por un demonio, quien tenía la peculiaridad de componer poesía. Esto sucedió en 1823 en Ariano de Puglia, provincia de Avellino, Italia.

[viii] Otra de las múltiples acepciones del infierno.

[ix] También se le conoce como Beliar. Según leyendas,  fue creado después de Lucifer y uno de los primeros en revelarse, también se dice que en un tiempo fue rey del infierno. Antes de la rebelión pertenecía a la orden de las Virtudes y Arcángeles.

[x] Grupo de demonios de cierto poder. En la jerarquía demoníaca son más débiles que los demonios con título y más fuertes que los demonios sin rango. Esto, porque según algunas leyendas dicen que el infierno está organizado como si fuera una monarquía.

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